El neoliberalismo tergiversó y alienó este principio fundamental tornándolo en un “sálvese quien pueda” que más se parece a la ley de la jungla.
Escrito por Por Carlos Velásquez Carrillo. Septiembre de 2009. Tomado de Contra Punto.
SAN SALVADOR - El credo filosófico del neoliberalismo se fundamenta en el “individualismo racional” que formularon los padres del liberalismo económico, como Adam Smith, David Ricardo y John Stuart Mill, en los siglos dieciocho y diecinueve. Rebelándose contra las restricciones del estado mercantil, el liberalismo introdujo el precepto de que el motor económico de la sociedad debe ser el ímpetu personal de cada individuo para mejorar su condición propiciando que el más emprendedor y perseverante recogería los frutos. Nada de intervención estatal, hay que dejarlo todo al mercado y a la ley de la oferta y la demanda (laissez faire); el que fracase sólo podrá culpar a sí mismo.
Pero el neoliberalismo tergiversó y alienó este principio fundamental tornándolo en un “sálvese quien pueda” que más se parece a la ley de la jungla que a un nuevo modelo para organizar la sociedad (de ahí que se le atribuya el prefijo “neo”, entre otras razones). Federico Von Hayek y Milton Friedman remodelaron la doctrina neoliberal inyectándole un galopante híper-individualismo que rechazaba la dimensión social del individuo y despreciaba todo proyecto colectivo por su supuesta tendencia a ahogar el emprendimiento personal. Si hay un sistema de salud público, entonces los holgazanes tendrán salud gratis sin merecerlo; si hay guarderías del estado, sin duda se alentará a los padres irresponsables (el que no pueda hacerse cargo de sus hijos por cuenta propia, entonces que nos los tenga).
Esta nueva visión desechó, hasta adrede diría yo, el componente ético del liberalismo clásico. Ninguno de los gurús del neoliberalismo osaron invocar el fundamental texto de Adam Smith Teoría de los Sentimientos Morales, escrito antes que la Riqueza de las Naciones, donde el autor delineaba la dimensión ética del nuevo modelo económico que debía implementarse.
En este manifiesto ético liberal, Smith promulgó claramente que ningún sistema económico puede ser viable a largo plazo si en la práctica se permite que los intereses individuales de una persona lleguen a su realización plena mediante el atropello de los intereses de otros. Si mis ambiciones económicas requieren que yo pase por encima de los demás para lograrlas, entonces mi función como un agente económico ha transgredido el umbral ético que la sociedad liberal debería tener.
En este sentido, el principio de la competencia debe de prevalecer sobre un egoísmo ciego; la necesidad de emprendimiento renovador jamás debe degenerar en una directiva de torpe e impúdica depredación a diestra y siniestra.
Es decir, Smith abogó por un sistema legal que resguardara contra los abusos que se pueden derivar de la monopolización de la actividad económica. Esto es muy diferente al “Darwinismo Social” que se instituyó bajo el experimento neoliberal. Los neoliberales sacaron de la nada la consigna de que “el estado no es la solución, el estado es el problema” y lo batallaron de manera frontal. Quisieron sustituir el estado por el mercado, la sociedad por el individuo, la solidaridad por el interés personal, y en esa tarea despojaron de ética el “argumento ontológico” de su proyecto.
Al caer en el Darwinismo Social, el neoliberalismo sembró su propio derrumbe filosófico. El liberalismo requiere del principio de “igualdad de oportunidades” porque es la única forma de que los individuos capaces e inteligentes sobresalgan por encima de los displicentes y torpes. Pero esto también requiere que todos salgan del mismo punto de partida y gocen de las mismas condiciones para emprender el camino.
Esto es imposible desde el punto de vista pragmático, y por eso se requiere de factores que mitiguen las desigualdades concebidas a priori para tratar de balancear hasta cierto nivel el escenario donde interactúan los agentes económicos. Los hijos de una pareja afro-americana del Bronx no tienen “igualdad de oportunidades” si se les compara con los hijos de Bill Gates. El rol regulador del estado, canalizado de forma eficiente y adecuada, es importante en este sentido.
Pero lo que el neoliberalismo profesó fue que esos factores mitigantes fueran eliminados por completo. El neoliberalismo se montó como un modelo donde los que estuvieran más capacitados para funcionar dentro del engranaje productivo-circulatorio-consumista del nuevo capitalismo fueran los grandes triunfadores. Es decir, el calificativo de Darwinismo es más claro que el agua: solamente sobrevivirán los más fuertes, los que tienen las condiciones a priori para competir, los que controlan los medios de producción, el capital financiero y especulativo, y las inversiones. Sin un factor mitigante que inyecte balance, los más débiles perecerán.
Sin duda, o al menos es mi apreciación, el Darwinismo Social va en sintonía con el proyecto de clase que el neoliberalismo representa (o representó). Un modelo despojado de valores éticos donde el individualismo se convierte en un arma para justificar que los ricos se hagan más ricos y los pobres más pobres, y que al mismo tiempo proporcione la base ideológica para que los perdedores (que son muchos) asuman la culpa por sus propios fracasos: aquel negocio pequeño quebró porque no “supo competir”; fulano no fue a la universidad porque no tenía el hambre necesaria para perseguir su sueño; el mendigo está en la calle porque es el lugar que se ganó por sus esfuerzos (que al parecer fueron pocos).
Al final, el neoliberalismo llevó a la monopolización sistemática del sistema capitalista, lo que nos dice que solamente fueron unos cuantos los que salieron bien librados. Para que el individualismo funcione debe estar acompañado de la libre competencia amparada por reglas del juego claras y que se apliquen de forma pareja. En otras palabras, la monopolización es la negación filosófica del liberalismo, aunque al mismo tiempo sea la realización pragmática del neoliberalismo.
Por eso, el neoliberalismo, con su híper-individualismo basado en el Darwinismo Social, se convierte en la antítesis del liberalismo clásico y la tergiversación de la libertad del individuo (porque cambia la competencia honesta por el egoísmo depredador).
El neoliberalismo nos llevó a una desigualdad vertiginosa (tanto en lo nacional como en lo internacional), al aumento de la pobreza y la exclusión social, a un consumismo entorpecedor, al cortoplacismo socioeconómico, a la maquinización del ser humano, a la mezquindad y al “hoy por mí, y mañana también por mí.”
Y es que la falacia filosófica/ideológica del neoliberalismo es descomunal: se basa en la extracción del ser humano de su núcleo social y en la negación de su vocación colectiva. Recordemos lo que dijo la ya olvidada “Dama de Hierro” (ex-primer ministra Británica Margaret Thatcher): La sociedad no existe. Para ella, y para muchos más, la sociedad se reducía a la interacción forzosa de individuos con intereses egoístas que solamente ven a los demás como accesorios para lograr sus metas, como objetos, y no como fines en sí mismos y como sujetos que labran la historia colectiva.
No hay seres humanos asociales o extra-sociales, por más que profesen el individualismo racional; sólo robotizándonos y deshumanizándonos aún más se podría llegar a tal aberración.
Por otro lado, el neoliberalismo desprecia la solidaridad entre los individuos porque aparentemente los limita, así como la cooperación que no busca el lucro y el interés propios. Descalifica toda visión que proponga que el bien común también significa el bien personal, o sea la concepción de un proyecto colectivo. Es una filosofía insostenible y decadente que la podríamos categorizar como un estalinismo del dios-mercado, sustentada en una contradictoria “igualdad de oportunidad” que muchas veces no ofrece ni igualdad ni oportunidades.
Y veamos los hechos. Todas las descomunales pérdidas y vicisitudes creadas a lo largo de las últimas décadas por el híper-individualismo y el Darwinismo Social neoliberales han sido asumidos, injustamente desde mi punto de vista, por los males que el mismo neoliberalismo tanto batalló: el estado y la sociedad.
La inviabilidad del fundamento filosófico neoliberal, carente de ética y de dimensión social, debe llevarnos a retomar la necesidad del bien colectivo y de la solidaridad como motores de la sociedad. El neoliberalismo cayó como modelo pero nos dejó estragos con los que tendremos que lidiar más allá de salvatajes financieros y rescates hipotecarios: nuestro objetivo es el de humanizarnos y proyectarnos como sociedades solidarias.
El reto será replantearnos el carácter de la sociedad en la que queremos vivir: la que nos impone un “cada quien reza por su santo”, o una donde el bienestar colectivo (sin necesariamente desechar nuestra dimensión individual) funciona como el eje de nuestro accionar político, social y económico.
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