Pobre, calurosa y humeante. Medio desierta, pero a la vez medio caradura, desafiando el toque de queda en cada cuadra y en cada calle y en cada curva. Grupos de soldados de entre 50 y 60 individuos marchando por el Paseo de la Paz en la capital, y escombros de barricadas, pedazos de carros destruidos y fachadas de negocios estragadas pintan la capital de este país a quien Roberto Micheletti y Manuel Zelaya -y sus patrocinadores- se empeñan en estirar como si hubieran apostado a romperlo por fatiga.
Escrito por Ricardo Vaquerano. 23 de Septiembre. Tomado de El Faro.
El hombrecito, en cuyo rostro casi se lee la palabra juerga, viste un albornoz blanco, vuelve la vista y exclama: "¡Veeee, ya vienen más para la fiesta!" Y ellas, las tres mujeres que le hacen corte en el vestíbulo del hotel Intercontinental, vuelven a vernos y sonríen: "¿Ustedes son de prensa?", pregunta una, mientras las otras no disimulan su interés en una respuesta que tienen clara. Es la Tegucigalpa de un lugar que puede ser tan impermeable a la crisis política como para que haya quienes estén pensando en fiesta, o tan permeable como para que -según dijo una periodista- el presidente Micheletti se reúna aquí con su séquito de ministros a discutir sus asuntos.
Esos son los asuntos de un país nervioso, tenso, con paisajes de guerra y con verde olivo por todas partes, que en la jornada de protestas de la tarde produjo al menos ocho particulares lesionados en la capital y un agente policial.
Honduras cumplirá a las 6 de la tarde de este miércoles 50 horas de restricciones a la circulación ciudadana que más evocan un feriado nacional que un toque de queda: el comercio cerrado -incluso hasta los servicios más básicos como los supermercados o las gasolineras- y poca circulación vehicular -pero frecuente-, sin que nadie ejerza una verdadera autoridad en un país con políticos que a fuerza de carecer de certezas sobre su futuro inmediato, temen hasta a sus sombras. Y esas sombras asustan más si la del mismo Manuel Zelaya pudo pasar junto a la autoridad entre la noche del domingo y la mañana del lunes.
Nadie sabe cómo el presidente depuesto pudo llegar hasta el corazón de la nación cuyo oficialismo se ufana de su talante antizelayista, una osadía que constituye una mueca al gobierno de Roberto Micheletti, que este martes mantenía un cerco múltiple que abarca cuatro cuadras alrededor de la embajada de Brasil, donde se hospeda el gobernante derrocado.
Otros cercos, de menos dimensión, son los que uno encuentra cuando viaja de El Salvador hacia Tegucigalpa, vía El Amatillo. Siete retenes milipoliciales en los 130 kilómetros de recorrido, comenzando con uno muy de calentamiento y de puro trámite, hasta alcanzar la cúspide en el quinto, en el que el Clase Tres Mendoza hace saber quién manda. Sabana Grande se llama el lugar, y Mendoza se llama el encargado del retén.
-Aquí no pasa nadie -dice el subalterno, con cara de definitivo-. ¿Para dónde van?
-Para Tegucigalpa.
-¿A qué van?
-A hacer cobertura de lo que está ocurriendo.
-No pueden pasar. Estaciónese ahí. Es la orden que tenemos.
Luego nos vamos a buscar al oficial encargado, quien camina por allá y por acá, como eludiendo lo insoslayable.
-Señor Mendoza, dicen que no podemos continuar. -Y el señor Mendoza hace como que no oye con claridad y sigue caminando, como quien huye-. Señor Mendoza... -y Mendoza se vuelve, inflexible, pero hacia sus subalternos, en una especie de show para los periodistas:
-He dicho que nadie puede pasar, nadie, esas son las órdenes. -Finalmente escucha a los periodistas.
-Vamos hacia Tegucigalpa y no nos dejan pasar.
-No pueden pasar.
-Pero acaba de dejar pasar un microbús con periodistas -lo vimos, alcanzamos a ver el automotor en el que viajan periodistas de la cadena Al Jazzeera y del periódico El País.
-Sí, ¿y por qué no venían con ellos? ¿Ah?
-Si veníamos juntos, muy cerca, y de hecho nos detuvimos unos kilómetros atrás para esperarlos a ellos.
-Pues hubieran venido pegaditos -dice Mendoza, explicando su criterio para abrir o cerrar las puertas de esta su frontera privada.
Después de eso vienen las preguntas que se repiten en todos los retenes, que de dónde somos, que para qué medios trabajamos, que para dónde vamos, que si no sabemos que hay toque de queda, que tengamos cuidado... Y, finalmente, Mendoza dice algo novedoso:
-Miren, voy a consultar por teléfono. -Hace una larga llamada por celular y luego canta la resolución-: Esperen cinco minutos.
Pasan cuatro veces esos cinco minutos en los cuales algunos vehículos son invisibles a los ojos de los policías, que los dejan pasar sin más. Luego aparece un pick up rojo, un todoterreno, y los agentes deben tener visión de rayos X porque pudieron saber quién conducía detrás de esos vidrios oscuros.
Se bajó el oficial Cárcamo, pregunta quiénes somos y, acto seguido, da su sentencia:
-Pasen.
En 25 segundos resolvió un entrampamiento de 25 minutos.
En el sexto retén, a escasos 12 kilómetros de Tegucigalpa, unos conos rojos y una mancha móvil que más que caminar parece rodar, indican la barricada. Antes de que acabemos de detenernos alcanzamos a escuchar una voz: "¡Párenlos...! Aquí no pasa nadie, ni periodistas!"
Nos detenemos junto a los conos y no pasa nada. Esperamos unos segundos y no pasa nada.
Uno de nosotros se baja y va con el mismo cuento de que somos periodistas y trabajamos con tales y cuales medios y vamos a Tegucigalpa... y esa mancha azul negro que es un agente que parece vestido para la guerra, también sale con el mismo cuento: que nadie puede pasar.
El agente usa un casco y un chaleco antibalas y un fusil que da la impresión de que está en un frente de guerra. Es petiso, obeso y, con el casco y el chaleco, parece una de esas granadas de las clásicas películas de guerra: blindada y ovoide, con superficie corrugada, como de piña.
El aspecto amedrentador, sin embargo, no era más que aspecto, pues de repente el agente resulta más amistodo que lo que parecía y se dirige a uno de nosotros para hacer migas: "Yo tengo una hermana que vive en Valencia"... Y nos deja pasar. No sin antes reconvenirnos:
-Se hubiera parqueado ahí, rectecido, pegadito a la línea a la orilla de la calle, no que usted se vino todo así como que quería irse -me reclama-. Aquí la ley no es cualquier cosa -me reprende. Y yo me hago el desentendido con el regaño y le salgo con otra cosa:
-¿Y cómo han estado aquí las cosas? ¿Todo tranquilo?
-No, aquí ha estado perro. Pueden irse. Tengan cuidado.
Y después de ese retén viene Tegucigalpa, la capital epicentro del puslo que actúan desde el 28 de junio Roberto Micheletti y sus amigos, y el derrocado Manuel Zelaya y la comunidad internacional que le ha dado su total respaldo. Detrás de ellos, detrás de ese pulso, está la gente.
En los caminos de la capital del país, casi por cualquier ruta que se siga, hay escombros humeantes, rocas en la calzada, ripio amontonado en las calles, gente caminando por aquí y por allá, gente que grita y saluda cuando distingue las letras TV en los cuatro puntos cardinales del carro, o gritos de "Viva Mel" dichos al pasar... y soldados y policías y más soldados y más policías y camiones verde olivo y restos de barricadas.
Lo más intenso del fuego ocurrió durante el inicio de este martes, cuando en un operativo conjunto de ejército y policía desalojaron a la multitud congregada en los alrededores de la embajada de Brasil, donde se hospeda Zelaya, a quien el canciller hondureño, Carlos Contreras, llamó en el final de este martes "huésped irregular".
Lo que quedó a la vista durante el resto del día fueron escombros ardientes, pedazos de adoquines, vitrinas rotas y docenas -docenas- de carros destrozados en los alrededores de la sede diplomática. Y docenas -docenas- de soldados armando cercos concéntricos hasta a cuatro cuadras alrededor del hostal presidencial.
En ese operativo mañanero, las fuerzas policiales y del ejército capturaron a docenas de seguidores de Zelaya, a quienes llevaron a un complejo deportivo en el sur de la ciudad, el Chochi Sosa, capturados bajo el cargo de haber violado el toque de queda. Un toque de queda que todos violan.
-Señor oficial, ¿y por qué ustedes, la policía, permiten que la gente salga y circule por las calles, si hay toque de queda?
-Porque la gente tiene que salir a buscar qué comer -responde el oficial, uno de los tantos que pululan en esta zona de guerra, donde hay muros de concreto destruidos, carros con los vidrios destrozados y los costados aplastados y las llantas rotas y negocios que parecieran haber sido presa de un tornado.
-¿Y no es irónico que esta escena de guerra se encuentre en esta calle que se llama Paseo de la Paz?
-Je, je... bien lo ha dicho -sonríe, sin saber qué decir.
Los capturados en el Paseo de la Paz fueron liberados por la tarde. Quienes quedaron encerrados fueron los que lograron colarse a las instalaciones de la embajada de Brasil, pues una vez ocurrió el operativo, el ejército y la policía cercaron los accesos a la sede diplomática. Fue tan riguroso el cierre qde la embajada ni siquiera tenía alimentos, a juzgar por la misión que llegó a cumplir un oficial de Naciones Unidas, que se presentó temprano en la tarde a pedir permiso para ingresar con su vehículo.
Llevaba comida para unas 10 personas, según dijo, aunque la única promesa que recibió fue la de una espera de media hora. Media hora porque a esa hora estaban evacuando a quienes habían quedado encerrados en el edificio.
"Son aproximadamente unas 200 personas", estimó uno de los oficiales de policía a cargo de la custodia de la representación brasileña. En ese momento habían comenzado a salir los ocupantes. Un hombre y una mujer, ambos con camisa roja -símbolo de la Resistencia- y ambos con un niño cada uno. Después fueron saliendo otras mujeres y otros hombres con menores de edad. Todos ingresaban a un autobús y dos microbuses del Ministerio Público puestos a su disposición para poder salir.
En ese momento también aguardaba permiso José Colindres, coordinador del Centro de Investigación y Promoción de Derechos Humanos, que llegaba específicamente a tratar de rescatar a 15 de las personas atrapadas en la embajada, que habían quedado sin agua ni comida desde la noche anterior. A unos metros de él, Regina Osorio, de la cadena Telesur, llevaba sus propias bolsas con comestibles para los tres miembros del equipo de esa televisión suramericana que estaban también atrapados en la embajada.
En el transcurso de la tarde, al menos unas 70 personas lograron dejar el lugar. Pero las ondas expansivas del choque que se produjo durante el amanecer dañaron también a los vecinos de la embajada. Regina aguardaba la autorización para ingresar los alimentos a sus colegas cuando, de más allá de la barricada, apareció una mujer con cara de congoja y con una bebé color verde envuelta en una toalla color salmón: era su mascota, una lora. Yanín Mejía, de alguna manera reconoció a Regina, pues le hizo un reclamo a quemarropa:
-Eso que ustedes le hicieron a mi casa no tiene nombre. Como a vos la cuenta te la paga (Hugo) Chávez -le soltó a la periodista.
-A mí no me paga Chávez -se defendió Regina-. Más respeto, por favor.
La casa de Yanín, contigua a la embajada, fue una de las que los seguidores de Zelaya, desesperadas durante el operativo de la mañana, entraron a algunos edificios privados, donde según sus detractores, hicieron desmanes. Por eso Yanín se quejaba del daño que sufrió su casa. Invitó a los periodistas a entrar a atestiguarlo, pero los policías no lo permitieron.
Y así como Yanín, en cada punto donde hay rastros de zelayistas, hay el contrapeso de los antizelayistas. Como se evidenció de nuevo durante el anochecer, en el bulevar de las Fuerzas Armadas.
Después de choques entre manifestantes antigolpe y fuerzas del gobierno en diversas colonias populosas de la capital, hubo algunos piquetes en diverdad de arterias. En el bulevar de las Fuerzas Armadas, en la salida hacia San Pedro Sula, unos 200 hombres y mujeres -la mayoría muy jóvenes- que se declaraban seguidores del derrocado Zelaya, habían bloqueado los cuatro carriles con rocas y llantas ardiendo.
Decían protestar por el golpe, porque quieren que Zelaya vuelva al poder. En realidad eran más los curiosos y espectadores que los manifestantes. Entre estos últimos estaba una empleada de Alcatel, quien no disimulaba su fastidio. Ella, como los manifestantes, son habitantes de las populosas colonias Centroamérica Este y Oeste, y solo los separa el bulevar. "¿De qué vive esta gente que pasa días protestando? De los petrodólares de Chávez", se preguntó y se respondió la mujer, mientras un pick up negro llegaba veloz a dejar su carga para los manifestantes: más llantas para lanzar a la hoguera.
Este punto fue uno de los más tensos durante esta jornada, que dejó en sus últimas horas al menos ocho heridos, la mayoría por arma de fuego. A las 5:25 había pasado por ahí un microbús blanco que rápidamente fue detectado por los piqueteros, que comenzaron a gritar consignas pro Zelaya.
Los soldados pasaron con cara de asustados y sacando las boquillas de sus M-16 por las ventanas de microbús. Pasaron las barricadas en llamas y unos 30 metros después se bajaron, amenazantes, con sus fusiles. Y los jóvenes zelayistas retrocedieron un poco para luego, una vez los soldados volvieron a avanzar un poco, hacer un conato de persecución y lanzarles una lluvia de piedras y otra de insultos.
Y los soldados respondieron con un conato de persecución y así sucesivamente hasta que el peligro se disipó.
La tensión volvió a crecer cuando apareció una motocicleta: dos agentes de policía, uno de ellos enarbolando un fusil, llegaron hasta donde estaban los manifestantes, quienes no dudaron en provocarlos sabiéndose dueños de la calle.
-¡Pasá, pues, hijueputa! -le gritaba, casi al oído -al casco blanco- al agente motorizado uno de los encapuchados.
Y la pareja de policías avanzó unos metros en medio de unos cinco manifestantes que amenazaban con piedras y palos en sus manos.
Finalmente, los policías tuvieron un ataque de sensatez, dieron media vuelta y se retiraron, ante la celebración de los piqueteros.
Esto lo observó un joven de 17 años que, al igual que la chica de Alcatel, solo tenía palabras de reprobación.
-Es una mierda todo. Si al final quedan los mismos en el poder -comentaba el joven, que lucía un cabello con dos niveles de corte distintos, de tal manera que parecía haberse puesto en el centro de la cabeza los pelos de una escoba plástica que resaltaban entre los cabellos de los lados más cortos.
Y se puso muy crítico en la medida en que tuvo tiempo de seguir observando las protestas, que básicamente consistían en entonar unos débiles "El pueblo unido..." y en quebrar botellas contra el pavimento y en quemar más llantas y en lanzar aparentemente al anzar grandes piedras.
-A ver si estos revolucionarios no son de los que salen corriendo cuando llega la policía -dijo, con sorna.
-Mirá que la secretaria de Estado de Estados Unidos acaba de decir que la llegada de Zelaya seguramente ayudará a resolver la crisis.
-¡No´mbre! Que la gente se deje de estupideces y mejor que se pongan a trabajar.
-Esta parece una zona tranquila, donde quizás no hay violencia.
-Ja, ja, ja... si aquí a cada rato hay muertos y baleados.
-¿De veras? Aparenta que todos se respetan mucho por aquí.
El joven desapareció, mientras uno que otro espectador -incluidos nosotros, los periodistas- aguardaba el momento de la represión policial, que parecía que nunca iba a ocurrir.
A las 6:25 p.m. de nuevo, los manifestantes hicieron algo distinto. Un señor, al parecer vecino de la zona, iba caminando tranquilo cuando, piedra en mano, un encapuchado se le acercó, amenazante.
-¿Estás con Mel sí o no? -El interpelado medio apresuró el paso, pero inútilmente. El encapuchado se le acercó más y le planteó la misma pregunta. Dijo algo ininteligible y el hombre le cambió la pregunta.
-¿Me das unas 10 bolas? -Era evidente el temor del aludido, quien se bolseó, sacó unos billetes arrugados y se los entregó al manifestante contra el golpe. Consumado el golpe, el asaltante se retiró, contento, hacia sus compañeros, a quienes al parecer no les hizo gracia el golpe de su colega.
-¡No molestemos al pueblo, no castiguemos a los pobres! -le reprendió alguien, y su voz la secundaron otros.
A los pocos minutos fue una ambulancia de Cruz Roja, la B239, la que estuvo cerca de convertirse en víctima de la irracionalidad. Los socorristas explicaron que tenían reporte de heridos de bala en la zona, y por eso estaban atendiendo el llamado.
-¡Son infiltrados! -gritó uno de los encapuchados, y el grito fue orden para que una especie de jauría rodeara el vehículo, claramente identificado, con sus cuatro rescatistas claramente uniformados dentro de un vehículo claramente iluminado por dentro. De repente, los rescatistas parecían necesitar rescate entre aquellos amenazantes palos y piedras que blandían los dueños de la vía.
-¡Quemémoslo! -propuso otro, mientras la ambulancia seguía rodeada.
-Dejanos ver qué llevás ahí... abrí ahí... -eran las órdenes que daban a los ocupantes.
-Está bien, déjenlos pasar -ordenó un tercero desde más lejos.
Y la ambulancia no pasó, sino que prácticamente escapó por donde había llegado.
Pasaron otros minutos cuando a mis espaldas alcancé a escuchar lo que me pareció una plática. Y en cierto sentido lo era. Quienes platicaban eran el joven de 17 años crítico de los manifestantes, y un periodista nicaragüense que estaba sentado en la cuneta de la acera, observando lo que ocurría.
Cuando volví a ver, me asusté y no supe qué hacer. El agudo crítico de los zelayistas había pasado el antebrazo por debajo de la quijada del periodista y amenazaba con cortarle la garganta si no hacía lo que le pedía. Estaban a tres metros de mí y aunque yo no entendía, sí sabía que lo más sensato era intentar calmar al chico, pues parecía tener control de la situación.
-Dame el celular... ¡y la billetera! -le dijo, un poco más fuerte, y eso sí ya lo entendí con claridad. Mi amigo se sacó la billetera del bolsillo del pantalón y la arrojó al suelo, a un metro de distancia.
-¿Por qué me la tirás? -le reclamó el chico del cabello como cresta de yelmo romano, y presionó más su arma contra el cuello.
-¡No, perdón, perdón, perdón! -le respondió, impotente, la víctima. El asaltante volvió en ese momento su mirada hacia mí.
-Al suave, ¿verdad? -me dijo, mientras yo solo atiné a mostrarle medio levantadas las palmas de mis manos abiertas, en un intento de transmitirle sin palabras la idea de "calmate".
Una vez tuvo el botín en sus manos, lo vi correr como me imaginé a esos revolucionarios pusilánimes que según el chico corren cuando ven a la policía. La policía no llegó, sino hasta varios minutos más tarde.
Tanto que a las 7 de la noche en el Hospital Escuela, en el bulevar Suyapa, reportaban el ingreso reciente de cuatro personas heridas en enfrentamientos con las fuerzas del gobierno. Eso reportaba la unidad de admisión de emergencias del hospital, donde también decían saber de cuatro ingresos similares en el Instituto Hondureño del Seguro Social. Ocho heridos para el cierre de una jornada de tensión, de toque de queda en el que cada quien es libre casi por completo para circular.
Después, Micheletti iba a dar su conferencia en Casa Presidencial. Estaba programada para las 6 de la tarde, pero inició hasta las 8:12 p.m. Iba a dar un mensaje en inglés a la prensa internacional y después iba a responder en castellano las preguntas de los periodistas. El mensaje, en efecto, fue en inglés, y también hubo respuesta a las preguntas posteriores. Lo único que falló fue Micheletti, quien encargó el trabajo a su canciller, Carlos Contreras.
Cerca de las 10 de la noche, en el hotel, recordé al entusiasta fiestero que de solo vernos contaba con nosotros para engrosar su fiesta. Quizás estaba ahí en algún lado en el vestíbulo del hotel. Pero tras un día agotador y de enfrentar retenes y retenes en toda la ciudad una y mil veces, no estábamos para fiestas. Y la Resistencia pro Zelaya ya anunciaba manifestaciones para las 7:30 a.m., y Micheletti ya había dejado dicho que quiere platicar sobre la crisis con su antónimo Zelaya, y que el toque de queda que nadie respeta se extendería 24 horas más, hasta cumplir las 50 horas este miércoles 23 de septiembre.
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