Escrito por Jaime Martínez Ventura.24 de Septiembre. Tomado de Diario Co Latino.
La confusión entre el fenómeno de las maras y el crimen organizado, por desconocimiento o por interés, continúa en el discurso de sectores poderosos. Recientemente el Presidente de la ASI, refiriéndose a las extorsiones que las pandillas ordenan desde las cárceles afirmaba: “Nos preocupa que más del 80% de todos los problemas del crimen organizado salga desde los penales”. Para este dirigente gremial, el crimen organizado se reduce a las extorsiones atribuibles a las pandillas.
Esta confusión sería intrascendente si no fuera porque ha sido una de los fundamentos de políticas erráticas como las dos versiones de la Ley Antimaras y los operativos policiales “Mano Dura” y “Súper Mano Dura”, que entre julio de 2004 y junio de 2009 constituyeron la política oficial hacia este fenómeno, matizada en los últimos años con algunos proyectos de prevención e inserción social como el Proyecto PROJÓVENES.
Las políticas de “Mano Dura”, lejos de reducir el fenómeno de las pandillas, contribuyeron a potenciarlo y extenderlo. A través del encarcelamiento masivo de pandilleros en recintos destinados exclusivamente a una determinada agrupación, les ha permitido convertir las prisiones en sitios de reunión, organización y desarrollo de sus estructuras, permitiendo a la vez hacer crecer las exigencias de mayor solidaridad y lealtad en el interior de estos grupos.
No es de extrañar que justamente después de la aplicación de las políticas de mano dura, el índice de homicidios pasara de 7 a más de 10 diarios; asimismo se produjo una expansión de las extorsiones porque al sacar a las pandillas de las calles, éstas se dieron cuenta que tenían la necesidad, la potencialidad y la oportunidad de realizar esos delitos, más allá de las tradicionales solicitudes callejeras de dinero que antes practicaban; además, ante la versión oficial que presentó a las maras como culpables exclusivas de las extorsiones, otras personas aprovecharon la ocasión y también se dedicaron a extorsionar.
Ahora, luego de esas fracasadas políticas y del etiquetamiento apresurado que como sociedad y Estado hemos hecho de este fenómeno, las maras han cobrado una dimensión extremadamente compleja, una mezcla de fenómeno social con derivaciones delictivas.
Por un lado, siguen siendo ante todo una problemática social en la medida que la mayoría de sus integrantes, especialmente los más jóvenes, las bases, continúan dentro de estas estructuras porque las maras siguen siendo el espacio de identidad, protección y pertenencia que no encuentran en la familia, la escuela, la comunidad o la sociedad, que les responden respectivamente con descuido, expulsión y exclusión. Igualmente, los motivos por los que los jóvenes, adolescente y niños de edades cada vez menores, deciden ingresar o son “reclutados” por las maras, siguen siendo una multiplicidad de factores sociales y económicos que, lejos de mejorarse, se han empeorado en los últimos veinte años como efectos “colaterales” de las políticas neoliberales.
Por otro lado, las maras son fuente de actividades criminales y lastimosamente cada vez más extendidas, puesto que dentro de ellas, aunque no todos sus integrantes cometen delitos, existen individuos, grupos o clicas que continuamente cometen todo tipo de delitos dentro de los cuales las extorsiones se han convertido en la base de la economía criminal de las pandillas, una de la múltiples expresiones de los mercados ilegales.
Esto no significa que las maras sean grandes agrupaciones mafiosas capaces de controlar los mercados delictivos. A pesar del continuo etiquetamiento que de ellas se hace, todavía es posible evitar que lleguen a convertirse en verdaderas mafias con la fuerza y los recursos necesarios para adueñarse de nichos enteros de la economía delictiva.
Hoy por hoy, es insostenible pretender que las maras dirigen o controlan el narcotráfico, el tráfico de armas, la trata de personas, el lavado de dinero y otras expresiones de la criminalidad no convencional; para dominar esos grandes rubros del mercado criminal se debe contar con un nivel educativo, posición social, influencia política y capacidad económica que no tienen estos individuos. Pero no hay duda alguna de que algunos grupos o personas pertenecientes a las maras, están siendo utilizados como peones del crimen organizado.
Además, así como en el mercado legal existen empresas legales de todo tamaño, en el mundo de la economía criminal existen también agrupaciones delictivas de diversas dimensiones; por tanto, es posible que algunos sujetos integrantes o vinculados a las pandillas, conduzcan sus propias “micro empresas criminales” o actúen como “empresarios criminales por cuenta propia”, capaces no solo de extorsionar, sino de ejecutar delitos más graves como secuestros y homicidios.
Es un hecho que la violencia y la criminalidad cometida por integrantes de pandillas, se extiende cada día más. Basta con preguntarnos cuántas personas a nuestro alrededor han sido víctimas de estas agrupaciones y nos daremos cuenta de que la situación realmente ha crecido en los dos últimos años.
Esa doble dimensión de las maras, como fenómeno social y como fuente de acciones criminales, impone la necesidad de responderles por la doble vía de la punición y la prevención. Cualquier política unidireccional, punitiva o preventiva, probablemente terminará en un rotundo fracaso.
La respuesta debe ser en doble vía porque los crímenes de las maras no pueden quedar impunes. Detrás de esos delitos hay víctimas que deben ser reivindicadas y, en todo caso, el Estado no puede renunciar a su derecho de castigar las acciones criminales dentro de los límites legales.
Pero la respuesta penal orientada a la faz delictiva de las maras, no debe opacar el aspecto social de este fenómeno y la necesidad de responder principalmente con políticas sociales. Aquí es donde el Estado está llamado a utilizar la fuerza pero no como única respuesta, si no de manera selectiva y racional, dado que la represión por sí sola, por más amplia y dura que sea, no alcanza para controlar este fenómeno de basta raigambre social.
Supongamos por un momento que llegáramos a tener un consenso político y social de exterminar a todas las personas integrantes de las maras y de ese modo se procedería a detener masivamente a unas 25,000, 30,000 o más personas que sistemáticamente serían eliminadas.
Posiblemente con esta “solución final” se lograría llevar temporalmente la calma a los barrios y colonias de nuestro país. Pero, por cada pandillero eliminado, habrá siempre un niño, niña o adolescente dispuestos a reemplazarlos, quizás los mismos hijos de los ejecutados.
Podría entonces practicarse una solución herodiana: acabar también con los hijos e hijas de los pandilleros. Aún así, el fenómeno se repetirá si se dejan intactos los múltiples factores sociales que lo originaron.
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