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2010/09/11

LPG-Historicidad y viabilidad histórica

 Al no reconocer nuestra propia historicidad, que equivale a no reconocer la vida como un aprendizaje en inagotable cadena, nos ha sido imposible asegurar la viabilidad histórica.

Escrito por David Escobar Galindo.11 de Septiembre. Tomado de La Prensa Gráfica. 

 

En nuestro país, tenemos ahora mismo muchas tareas básicas en proceso, como reclamos insoslayables del proceso de modernización que emprendimos, sin darnos debida cuenta, allá a comienzos de los años 80 del pasado siglo. La modernización nos vino como un imperativo de la dinámica histórica, ya que no habíamos querido entender las señales expresas del devenir. Ustedes pueden imaginar lo que hubiera sido dicho devenir si en el curso del siglo XIX los salvadoreños nos hubiéramos comprometido con un esquema democrático real y si durante la primera mitad del siglo XX hubiésemos asumido la tarea de integrarnos como sociedad en vez de someternos a la traumática fantasía de la fractura excluyente. Se impuso la antihistoria, y nos pasó como a los hijos que no son educados en casa: la calle los educa sin misericordia.

La antihistoria acabó vistiéndose de conflicto fratricida, bajo una consigna maligna: para que una parte del país sobreviva, la otra tiene que desaparecer. Y tal bandera se levantaba en un bando y en el otro. Era el absurdo elevado a la categoría de verdad irrefutable. Nos salvó la campana de la historia, casi in extremis. Y así ingresamos al verdadero plano de la historia, de seguro por primera vez. Esto hace que nos hallemos en una transición de características muy especiales, pues es transición en la superficie de los hechos y también en el subsuelo de las fuerzas que mueven los hechos. Nuestra condición volcánica no sólo es geológica, sino también histórica. Tendría que haber, entonces, un reconocimiento mucho más fino y penetrante de lo que es esta transición, que conduzca al entendimiento suficiente de lo que significa su trance evolutivo.

La historicidad tal como ahora se perciba habrá de concretarse en la historización progresiva del presente. Este es un fenómeno muy propio de nuestra época, en la que las comunicaciones masivas no sólo son horizontales sino transversales y subterráneas. Ahora mismo, podemos tener a la mano datos y vínculos informativos con el pasado como nunca antes. Cito una anécdota muy personal. Mi sobrina Evelyn Galindo-Doucette, que vive en Wisconsin, Estados Unidos, y que concluye ya su doctorado en español, para seguir avanzando en su carrera profesoral, ha logrado tener acceso a múltiples y variadas informaciones sobre mis bisabuelos y sus tatarabuelos Pohl-Müller, alemanes que se instalaron en Nuevo México allá en la segunda mitad del siglo XIX. Yo tenía algunos datos provenientes de la memoria familiar; hoy tengo todo un archivo proveniente de las fuentes que antes permanecían escondidas en sus nichos documentales. ¿Quién podría haber imaginado que esto sería posible con sólo activar unas cuantas teclas?

Al respecto, cito unas frases del espléndido ensayo del filósofo español contemporáneo Manuel Cruz, que tiene un título a la vez revelador y provocativo: “Las malas pasadas del pasado”. Dice así: “Lo ocurrido, pues, ya no desaparece (en realidad, el pasado cada vez desaparece menos), ya no se desvanece en el aire, sino que por el contrario se queda ahí, en ocasiones incluso a nuestra disposición para que podamos contemplarlo cuando nos plazca. La perseverancia —cuando no el deleite— con que los medios de comunicación vuelven una y otra vez sobre lo que acaba de suceder, no sólo nos permite una digestión lenta, reposada, tranquila de la experiencia: nos acostumbra a ella”. Desde luego, así podemos no sólo recoger los buenos zumos del pasado, sino también distinguir sus ácidos y sus óxidos potencialmente destructivos.

El pasado juega malas pasadas, es cierto; pero también las juega el futuro. Y las sociedades, así como que los individuos, deben tener la suficiente inteligencia emocional para tratar satisfactoriamente con su pasado y también para hacerlo con su futuro. Las formas de trato, en uno y otro caso, son diferentes, porque no es posible confundir las lecciones con las aspiraciones, aunque las lecciones surgen de experiencias que se han inspirado en lo aspirado, y las aspiraciones tienen por fuerza, para ser realizables, que nutrirse de aquellas lecciones. La historicidad es, entonces, el sabio equilibrio entre unas y otras, y del modo en que esta ecuación se realice en la práctica de la vida depende que quede garantizada la viabilidad histórica, es decir, el manejo sostenible de la realidad en el decurso del tiempo.

Los salvadoreños hemos sido eternos descuidados de nuestra historicidad, como si avanzar en el tiempo fuera un simple pasar sin consecuencias. Hemos estado permanentemente negados a reconocer el juego vivo de las causas y los efectos. Y de ahí vienen nuestras falencias y nuestros males más profundos. Al no reconocer nuestra propia historicidad, que equivale a no reconocer la vida como un aprendizaje en inagotable cadena, nos ha sido imposible asegurar la viabilidad histórica. No es que seamos inviables por fatalidad; lo hemos sido por irresponsabilidad. Y es que, como decíamos, nuestra escuela no fue el refugio compartible, sino la desolada intemperie. Para nosotros, la calle más amarga fue la guerra; pero —Laus Deo—, la paz concertada nos devolvió la llave de la puerta de entrada al hogar nacional.

Nos hallamos ahora en este hogar nacional que requiere amueblamiento, equipamiento y servicios básicos permanentes y estables. La democracia es la encargada de ordenar todo ello, pero sólo podrá hacerlo si sus operadores —que somos nosotros, todos nosotros, los salvadoreños de arriba y de abajo, de aquí y de allá, de hoy y de mañana— nos disponemos a renunciar sistemáticamente a nuestros equívocos, a nuestras intemperancias, a nuestras adicciones autodestructivas y a nuestra arraigada tendencia a la autoflagelación. Somos tenaces saboteadores de nuestros mitos buenos y disciplinados promotores de nuestros mitos malos. Es hora de poner en orden nuestra relación emocional con el país, con su verdad y con su suerte. Sólo en esa forma podremos pasar a ser constructores reales del destino colectivo.

Estamos a cuatro días del 15 de septiembre, aniversario número 189 de la Independencia centroamericana, y a poco más de un año para llegar al Bicentenario del Primer Grito de Independencia, que es efeméride nuestra y vibrantemente reveladora del espíritu nacional de base. Son fechas propicias para avanzar en la tarea siempre postergada de autorreconocernos, no como en una exposición de fotos antiguas, sino en un muestrario actualizado de nuestras palpitaciones nacionales más sobrevividas en el tiempo. Debemos vivirnos cada día en armonioso convivio de pasado y futuro. Sentir que hemos estado aquí y que seguiremos estando, en un estar activo, creativo y evolutivo. Para así asumir sin reservas ni complejos la historicidad que nos pertenece, en función de desplegar la viabilidad histórica que nos hemos ganado en buena ley y en buena lid, pese a todos nuestros despistes.

Historicidad y viabilidad histórica

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