Cuando las circunstancias son difíciles, tanto en la vida personal como social, política, nacional, regional o global, más necesario se hace tener el ánimo templado, la voluntad dispuesta, las energías en orden, las emociones controladas y los reflejos a punto. Al tratarse de realidades que trascienden la esfera del comportamiento individual, lo común —y distorsionante— es creer que ahí ya operan exclusivamente las decisiones de orden estratégico, y que todos los efectos van llegando por añadidura, como si las organizaciones e instituciones de todo tipo y magnitud fueran simples aparatos mecánicos, siendo que en ellas, como en todo lo humano, son los seres humanos los que intervienen, para bien o para mal, según se van dando los hechos. Perder de vista tal connotación lleva a equívocos no sólo perturbadores sino de alto costo en todo sentido.
Escrito por David Escobar Galindo.27 de Septiembre. Tomado de Contra Punto.
“Desafortunadamente vemos que, en la mayoría de casos y momentos, los liderazgos se suman al descontrol de los ánimos”.
El desenvolvimiento del fenómeno nacional no ha dejado de ser traumático, desde el inicio de la posguerra, en distintos grados y con distintas irradiaciones, según los momentos. Y esto se da básicamente en lo político, aunque con incidencia inmediata en todos los otros ámbitos: el económico y el social principalmente. Lo político ha sido y sigue siendo traumático y traumatizante no por su propia naturaleza, que debería inducir a la naturalidad y a la fluidez de las interrelaciones, sino por efecto directo de tres factores enlazados: la inmadurez partidaria, la persistencia de un presidencialismo ya en muchos sentidos desfasado y las distintas cojeras institucionales. Todo esto junto genera diversas y enredadas incertidumbres, que producen buena parte del extenuante estrés que sufre nuestra vida nacional.
Dicen los expertos que el estrés acumulado y no encajado de manera suficiente y eficiente es origen y detonante de muchas enfermedades graves. Y esto vale tanto para los individuos como para las organizaciones, las sociedades nacionales y el espectro global. Esta es la era de la aceleración y de las aperturas, que en sus expresiones positivas son potenciadoras de la creatividad de avanzada, pero que en sus expresiones negativas resultan fuentes de estrés autodestructivo. La pregunta del millón en esta época no es filosófica sino terapéutica: ¿De qué manera manejar la problemática actual, con frecuencia enfermiza y tóxica, en cualquier escenario que ésta se manifieste, para que el ánimo se mantenga sano y las energías conserven su capacidad regeneradora, entre un cúmulo creciente de enigmas por enfrentar y de dilemas por resolver?
En nuestro país, la situación anímica es particularmente preocupante. Los ánimos están bajos ya de manera crónica, y eso se siente en la atmósfera. ¿Por qué es así? En primer término porque los grandes problemas abruman; aunque de inmediato hay que decir que lo que más abruma es la falta ya endémica de una planificación concertada de las soluciones que tengan verdadera madera de tales. Esto se dice fácil, pero es difícil en la práctica, pues planificación implica orden y concertación implica voluntad. Es decir, lo que se requiere es orden dinamizado por la voluntad. Y ninguno de esos dos componentes puede surgir de visiones, concepciones y proyecciones unilaterales. La unilateralización —valga el neologismo explícito—es contradictoria con un sano ejercicio democrático, porque significa atrincheramiento mental obsesivo.
La ventilación, sanación y reconversión de los ánimos pasa, inevitablemente, por algunas aceptaciones básicas: la aceptación del todo nacional, la aceptación de la corresponsabilidad nacional, la aceptación de la paciencia como palanca del realismo activo, la aceptación de que no hay diferencias incomunicables, la aceptación de que lo positivo siempre puede más que lo negativo. Esa negatividad maloliente que se respira en tantos ámbitos de la vida nacional tanto pública como privada es un signo de malestares no procesados. Hay, pues, que procesar malestares y frustraciones, y salir de la esfera recalcitrante del francotirador. Tanto la sociedad como el Estado vienen actuando como francotiradores, y por eso hay tantos cadáveres de ideas, de anhelos, de expectativas y desde luego de personas en los entornos. Necesitamos terapia de nación, sí; y uno esperaría que desde los distintos liderazgos se diera el ejemplo terapéutico funcional. Pero desafortunadamente vemos que, en la mayoría de casos y momentos, los liderazgos se suman al descontrol de los ánimos en vez de erigirse en valedores de las actitudes restauradoras. Es una verdadera lástima que estemos tirando por la borda o echando por el desagüe tantas oportunidades de hacer del país un auténtico destino de convivencia pacífica en todos los órdenes. Así como entre todos construimos las trincheras de la guerra, hoy entre todos estamos dejándonos ganar impunemente por las malas vibras de una realidad que no tiene por qué ser lo que es. De la interioridad de los ciudadanos, de los conductores y de la sociedad en su conjunto debe brotar el nuevo espíritu. ¿Qué esperamos?
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