Escrito por Carlos Peña.11 de Septiembre. Tomado de La Prensa Gráfica.
Josué es un adolescente todavía con aura de niño. Con el violín que le han dado en la escuela toca desde El Carbonero hasta piezas de Beethoven.
Nació en El Tikal, una de las colonias más conocidas de El Salvador por su alto grado de criminalidad.
Desde muy pequeño tuvo a los juegos de nintendo como su pasatiempo favorito y casi obligado, pues las calles y los espacios abiertos de la comunidad nunca han sido los mejores sitios para que los niños se recreen. Su bisabuela cerraba con llave la puerta para evitar que el pequeño abandonara la casa.
Ahora es un muchacho de trece años que mide un metro setenta de estatura. Hace poco lo abandonó la voz chillona de niño consentido y él no termina de asimilar el sonido grave que tienen sus palabras. Luce asustado y sorprendido por los cambios físicos que experimenta.
Es uno de los estudiantes más aventajados. Cursará octavo grado y en la escuela los maestros se han preocupado porque se adelante en Álgebra. La matemática ha resultado ser una de sus materias favoritas.
Sigue manteniendo el gusto por los juegos electrónicos pero cada vez le queda menos tiempo para ello. Habla inglés como si fuera su lengua natal y está aprendiendo francés porque espera viajar un día a Francia para perfeccionar sus habilidades con el violín o para participar en conciertos. Es parte de sus sueños cada vez que en el sofá de su casa se sienta a sacarle música a las partituras o cuando toca en algún concierto con la orquesta filarmónica de su escuela.
Posee una destreza casi destructiva en computación, talvez heredada de su cercanía con el nintendo.
Josué no es un genio ni estudia en algún colegio especial. Y es un jovencito tímido, común, que acude a una escuela pública. Obviamente, no es una escuela de El Salvador.
Josué logró cruzar el desierto de Arizona de la mano de su abuela hace cuatro años para reunirse con sus padres en Estados Unidos.
Es hijo de inmigrantes salvadoreños indocumentados y él también es un indocumentado que no renuncia a su derecho a soñar aunque en ello haya tenido que arriesgar la vida.
En este momento, centenares de niños y jóvenes se encuentran a medio camino entre El Salvador y Estados Unidos viajando de forma ilegal, expuestos a todos los peligros imaginables.
Muchos de ellos, tristemente, no lograrán su destino. Algunos llegarán con marcas imborrables y otros serán el símbolo de la tragedia cotidiana que llenará los espacios informativos.
Pero a pesar de las estremecedoras noticias, esta misma tarde y mañana y después habrá más tratando de cruzar fronteras. Todo porque El Salvador continúa cada día convirtiéndose en tierra de desesperanza donde no hay espacio para que niños y jóvenes puedan soñar, donde no se acompañan las ilusiones y, por el contrario, ser joven es un riesgo.
¿Qué podemos hacer? ¿Qué acto concreto, por pequeño que sea, puedo hacer para edificar esperanzas? ¿Cuándo lo haré?
¿O vamos a seguir como testigos mudos, resignados, esperando el momento en que la tragedia entre a nuestra casa?
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