Luis Armando González. 25 de Septiembre. Tomado de Diario Co Latino.
“Yo desprecio por igual a los que cuelgan banderas en ventanas y a los que las queman en las plazas”.
Avenarius, personaje de La inmortalidad, de Milan Kundera.
Para valorar la celebraciones de este 15 de septiembre de 2010 caen como anillo al dedo esos versos de Roque Dalton, de su poema Ya te aviso…, en los que dice: “Patria idéntica a vos misma/pasan los días y no rejuvenecés/deberían dar premios de resistencia por ser salvadoreño”. Porque la patria no parece cambiar nunca; parece, al contrario, estar estanca en el tiempo, ahogada en el mar de la barbarie y el abandono. Nuestra patria no rejuvenece, continúa idéntica a lo que siempre ha sido.
Lo mismo sucede con las fiestas de independencia. Y es que, en este 2010, hemos tenido una celebración de independencia similar a la de otros años –idéntica a ella misma y no rejuvenecida—, con rituales festivos y militares que hacen sentir como si el tiempo se hubiera detenido o como si la inercia del ethos autoritario que la caracterizó en un pasado no muy lejano se impusiera implacable a las nuevas generaciones.
No se entiende por qué esa búsqueda de legitimidad debe hacerse siguiendo inercias heredadas del militarismo que dominó al país a lo largo del siglo XX.
Los aviones y helicópteros cruzando el cielo –o los desfiles de soldados, cadetes y policías— serán todo lo vistosos que se quiera y podrán alentar emociones patrióticas encendidas. Pero, desde un marco de convicciones democráticas, esos despliegues militares no son nada estimulantes ni dignos de encomio. Es necesario civilizar la interpretación de la independencia y de fomentar, desde su celebración, valores civiles de carácter democrático.
Por otra parte, quizás sea inevitable que desde las esferas del poder político se busque obtener algún tipo de legitimidad del recuerdo y celebración de la independencia. Pero no se entiende por qué esa búsqueda de legitimidad debe hacerse siguiendo inercias heredadas del militarismo que dominó al país a lo largo del siglo XX. La ruptura con el militarismo es necesaria para la salud democrática de la sociedad. Y eso al margen de que el fracaso de la institucionalidad civil exija la presencia del ejército en las calles para contener la ola criminal que abate al país.
Por lo demás, sería ingenuidad pura –si se está en el poder— no ver en una celebración como esa la oportunidad de convertir en sostén simbólico el “fervor cívico” que se manifiesta ese día entre amplios sectores de la población. Aprovechar esa oportunidad es una de las tradiciones más arraigadas en el ejercicio del poder político en El Salvador. Los militares la descubrieron y la pusieron en boga; continuó vigente después de 1992 y lo sigue estando en el presente.
La ruptura con el militarismo es necesaria para la salud democrática de la sociedad. La mezquindad de quienes se consideran dueños de los recursos que son de la sociedad debería ser anulada de un tajo.
Pero, pero es que ¿acaso ese fervor cívico sólo puede ser fomentado y aprovechado desde rituales y prácticas heredados del autoritarismo militar? ¿No se podría pensar en un marco democrático en el cual insertar esa celebración y obtener, a partir de ello, una legitimidad democrática? Ni qué decir tiene que es más cómodo repetir lo ya probado. Pero el precio de esa comodidad es demasiado alto para la sociedad, porque significa la pervivencia de valores y tradiciones autoritarias que son el caldo de cultivo de mucha de la violencia que ha corroído y corroe a El Salvador.
Puestos a darle vuelos a la imaginación, se podría pensar en una celebración de independencia en la que, a lo largo del mes de septiembre, se realizara –a partir de iniciativas estatales, pero sin excluir a universidades, academia y personalidades independientes— foros, debates, mesas redondas, talleres, dramatizaciones, publicación de libros, etc., en los que la independencia, vista de manera crítica, fuera el tema central de esas y otras actividades científicas y culturales. Y todo ello tendría que hacerse en espacios apropiados para que amplios sectores de la sociedad participen las actividades que se realicen. La mezquindad de quienes se consideran dueños de los recursos que son de la sociedad debería ser anulada de un tajo.
Hay un sinfín de aspectos de la independencia que se nos escapan y sobre los cuales es necesario volver la mirada. Hay tópicos debatibles que se han presentado –y se presentan— como verdades indiscutibles. Hay una mitología en torno a los próceres que es necesario analizar y desmontar, para hacerse cargo –objetivamente y con seriedad— de su papel e intereses en el proceso independencista. No se trata de fijar la atención en lo anecdótico y pintoresco, sino en aquellos hechos que marcaron la dinámica socio-política y económica de la época.
Lo anterior no quiere decir que se deba fomentar una interpretación negativa de la independencia y de quienes participaron en ella, sino de tener una comprensión lo más realista posible de lo que sucedió en aquellos momentos en los que se vivía un proceso de cambio histórico. El rechazo ideológico a la independencia y a quienes participaron en ella –al igual que, por el lado opuesto, su apología— no ayudan en nada a la comprensión histórica. Y, sobre todo, se trata de leer nuestro presente a partir del conocimiento que obtengamos del pasado.
Porque cada vez que celebremos la independencia la pregunta obligada debería ser qué tan independientes somos ahora y qué tan independientes podemos ser, en un mundo tejido de interdependencias y subordinaciones a ejes de poder globalizados. La independencia como autarquía es una ilusión; pero eso no quiere decir que la única salida sea la dependencia entendida como sumisión a los poderes imperiales de turno. ¿Por qué una sana interdependencia, tejida en torno a una visión pluralista de las relaciones internacionales?
No se trata de fomentar una interpretación negativa de la independencia y de quienes participaron en ella, sino de tener una comprensión lo más realista posible de lo que sucedió en aquellos momentos de cambio histórico.
Quizás sea un mero sueño pensar en una celebración de independencia seria y que, más allá del fervor patriótico de un día (o de varios), aliente una madurez cívica anclada en valores democráticos firmes y en un conocimiento básico de la historia nacional. Pero se vale soñar.
Vale soñar en un 2011 en el cual los desfiles militares, las bandas de paz (calcadas del esquema de las de guerra) y las cachiporristas –si saldrán a desfilar o no, o si la falda que usen deberá ser más corta o más larga— no ocupen el centro de la escena conmemorativa de nuestro Bicentenario. Una celebración de carácter civil, alejada de cualquier militarismo sería de desear. Al igual que sería de desear una celebración más reflexiva y crítica; una celebración que sea un espacio para el examen franco y desapasionado de lo que fue eso que se conoce como “Primer grito de independencia”. Los historiadores deben aportar cuanto saben al respecto, no sólo en el terreno de la clarificación de las fechas, sino en el plano de los procesos que marcaron el cierre del siglo XVIII y los inicios del siglo XIX.
Y sobre todo, de lo que se trata es de ir a ese pasado para iluminar nuestro presente. Porque de lo que se trata es de comprender cómo hemos llegado a ser, como sociedad, lo que somos. De comprender nuestra indolencia y nuestro secular pasividad; de comprender nuestro activismo febril y nuestra vocación para copiar mal lo que otros pueblos hacen con más originalidad. De comprender, en fin, nuestra vocación para encarar las adversidades con paciencia y resignación.
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