Tiene ojos de zarigüeya. O talvez el cabello canoso y ensortijado hace que uno se recuerde de esos marsupiales cuando ve el rostro de Mario Lozano.
Escrito por Carlos Peña.01 de Agosto. Tomado de La Prensa Gráfica.
No rehúye la conversación, aunque a simple vista parezca una persona huraña en su oficio de pintar paisajes según como se ven durante horas distintas del día (lo mismo hacía Vincent van Gogh).
Trabaja sin camisa, mostrando su torso delgado y requemado por el sol. Viste pantalón negro con manchas de pintura y calza viejas sandalias. La mayor parte del tiempo está concentrado en el dibujo que pinta en el interior de caracoles vacíos o dando vida a pequeños cocos secos que al pintarles vivaces ojos amarillos e incrustarles pico y patas de palo terminan convertidos en graciosas aves marinas.
Su caballete es la antigua base de una pilastra de cemento que sostuvo alguna armadura cuando el muelle de La Libertad tuvo días más prósperos. Mario se ubica todos los días a la sombra benigna de un árbol de almendras para pintar los paisajes marinos que vende a los visitantes.
“El dinero es un invento, un mal invento de hombres perversos para tenernos esclavizados, para esclavizar a la humanidad entera”, me ha dicho en un tono filosófico.
Y luego ha soltado una parrafada sorprendente que bien vale rescatar:
“La pobreza es algo mental. Yo no necesito el dinero, aunque lo utilizo. Es lamentable que tenga que usarlo, pero no me muero por él. Estoy concentrado viendo la naturaleza, los cambios de luz en el cielo, los colores del mar con cada cambio de luz. Hay momentos que son únicos y solo duran segundos. No quisiera perderlos por estar pensando en el dinero”.
Un vendedor de sorbetes que se encuentra al lado hace un gesto de burla con la cara y me mira en busca de aprobación.
No hay espacio para burlas. Lo del pintor impresiona y él lo aprecia porque continúa explicando que le gusta ver el vuelo de los pájaros y cómo cambian sus colores las hojas de los árboles. Eso lo deleita todos los días. “Vendo estos caracoles pero casi los regalo. Me gusta que la gente se los lleve, que a la gente le gusten”, me ha dicho.
En realidad no vende mucho. Mario parece un pordiosero. Casi nadie se detiene a preguntar por su trabajo. Cuando alguien lo hace, Mario responde con alegría.
Posee alegría en la palabra y nunca suelta frases negativas. “Hay que evitar ser sombríos”, ha dicho, aunque él en todo su aspecto luzca oscuro. Solo se torna huraño cuando trabaja en una pintura grande de las que le encargan a veces.
Se define como autodidacta con sus propias convicciones: “Cuando uno aprende de otros, lo que hace es copiarlos, y eso restringe la originalidad”.
Empezaba a mencionar a artistas clásicos como Miguel Ángel cuando han llegado a comprarle tres caracoles, talvez su única venta del día. “Al menos, hoy no regreso derrotado”, comenta.
Es tarde y ya piensa marcharse porque ha comenzado a acomodar en una caja plástica los pinceles, témperas, caracoles pintados y sin pintar y pájaros terminados y a medio terminar. Bajo las herramientas aparece una camisa gris muy arrugada.
Su transporte es una bicicleta herrumbrosa que en algún tiempo fue negra. La lleva a rastras porque además de otras fallas tiene una llanta desinflada.
El sorbetero le recomienda que la lleve a reparar.
Mario aduce que le falta tiempo para hacerlo. “El tiempo es mi problema”, dice. “El tiempo que se va tan rápido.”
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