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2010/08/14

LPG-Los partidos políticos a prueba

 La democracia, incipiente e inexperta como es todavía en el país, no ha sabido ir poniendo los correctivos adecuados, pero sí es cada vez más capaz de poner a los partidos ante el espejo de su propia indigencia. Y es a partir de ahí que hay que trabajar correctivamente.

Escrito por David Escobar Galindo.14 de Agosto. Tomado de La Prensa Gráfica.

 

Uno de los componentes estructurales básicos para que la democracia funcione como debe ser y en forma saludable y estable es el que representa el sistema de partidos políticos. No es posible imaginar una democracia real y funcional sin que dicho sistema exista y ejerza a cabalidad la función que le corresponde. ¿Y cuál es esa función? Servir de vehículo legal, ordenado y seguro de la competitividad política, a partir de la cual el régimen democrático se manifiesta en su forma orgánica básica, que es el hecho de gobernar en el concepto más amplio de la expresión. Dicha competitividad no puede quedarse en un juego de ideas, sino que tiene que pasar al pulso de propuestas concretas, y esto sólo puede lograrse si hay un mecanismo que lo haga posible y viable; y ese es justamente el mecanismo que surge del sistema de partidos.

En nuestro país, hay una razón adicional fortísima que deriva de la traumática experiencia histórica vivida desde el inicio de nuestra vida independiente hasta ya entrada la segunda mitad del siglo XX: a raíz de la falta de un verdadero sistema de partidos políticos, en realidad no había sistema político, sino una patética caricatura del mismo. Lo que estaba en el fondo, desde luego, era la voluntad antidemocrática del poder establecido, cuya imposición lo distorsionó prácticamente todo, hasta llegar a la distorsión máxima que fue la guerra fratricida. El propósito principal del Acuerdo de Paz, a más de terminar el conflicto bélico por la vía política, fue asegurar que la política se volviera sistema, sin nadie fuera de él. Eso se logró, en principio; pero un sistema, como todo ser vivo, necesita crecer y desarrollarse, y en ésas estamos.

En el curso de los años transcurridos desde aquella mañana histórica del 16 de enero de 1992, cuando se firmó el Acuerdo de Paz en el Castillo de Chapultepec de la capital mexicana, rejuvenecido para la ocasión, es fácilmente perceptible que construir la paz es mucho más complejo que suscribirla, pese a la gran tarea que esto representó. Durante todos estos años se ha podido ir observando el despliegue de la vivencia política, cargada de imperfecciones, resultantes en su gran mayoría de la falta de consistencia y madurez de los sujetos políticos y de los esquemas institucionales en que dichos sujetos se mueven. Los partidos, mucho más que la ciudadanía, son rehenes de las formas mentales y procedimentales heredadas de la larga era autoritaria, y eso determina el hacer político en concreto, tal como lo vemos, sentimos y padecemos en la cotidianidad.

Hay, pues, al respecto, una tarea histórica pendiente. Una tarea que podríamos sintetizar en una frase: institucionalizar los partidos políticos para que la política se institucionalice. Es claro, sin necesidad de más evidencia que la que aporta la misma realidad en todas partes, que un verdadero y eficiente sistema de partidos políticos es absolutamente indispensable para que la democracia pueda funcionar como se debe. Y el sistema para ser maduro requiere fuerzas políticas maduras. Tal madurez se mide, de manera esencial, en la práctica de la competitividad. Es en el juego donde se calibran los jugadores. Y para que los jugadores estén suficientemente habilitados tienen que estar sometidos, con naturalidad asumida, a la disciplina inherente a su propia naturaleza. Disciplina que, en este caso, tiene dos ejes claves: honradez y eficiencia.

La pregunta que surge de inmediato es de cajón: ¿Responden nuestros partidos políticos a ese orden impuesto por la misma realidad de la democracia? Una respuesta cruda sería: no; una respuesta más matizada sería: no lo hacen aún en la medida suficiente. Y es aquí donde hay que poner el dedo. Los partidos políticos han asumido mucha de la herencia nefasta de los tiempos del autoritarismo instalado como simulacro de sistema, y por eso han seguido actuando con una especie de autismo involutivo, que a quienes en primer término perjudica es a ellos mismos. La democracia, incipiente e inexperta como es todavía en el país, no ha sabido ir poniendo los correctivos adecuados, pero sí es cada vez más capaz de poner a los partidos ante el espejo de su propia indigencia. Y es a partir de ahí que hay que trabajar correctivamente.

En esa línea, el imperativo de acelerar la modernización del sistema político va adquiriendo mayor poder de incidencia en el fenómeno real; pero en este punto, y precisamente por los hábitos de conducta política tan arraigados en el ambiente, hay que tener un especial cuidado. No se trata, desde luego, de imponer escarmientos, sino de establecer correcciones. Y esto último requiere de una muy atinada y eficiente política de renovación progresiva, que asegure que las cosas se enfilan por el rumbo correcto y que además se trata de transformaciones sustentadas y sostenibles. Hasta la fecha, como esto no se ha estructurado en esa forma, la reforma del sistema político no pasa de ser una aspiración sin forma o de un recurso puramente retórico. Y eso es lo que habría que superar cuanto antes.

Hay que tomar la reforma del sistema político como una tarea continuada, seria y responsable. Y a la reforma del sistema de partidos, que es parte fundamental de aquélla, habría que aplicarle el mismo criterio de acción. Hay que referirse, entonces, porque es uno de los asuntos palpitantes del día, al tema de las llamadas candidaturas independientes, autorizadas por la Sala de lo Constitucional de la Corte Suprema de Justicia y puestas en inmediato enjuague, con una reforma constitucional en marcha, por la Asamblea Legislativa. Más allá de los estrictos argumentos jurídicos, es evidente que la autorización de dichas candidaturas es de alto riesgo para el sistema, y no por la naturaleza de dichas candidaturas, sino porque eso estimula la tendencia tan socorrida entre nosotros de “salirse del huacal” para no responderle a nadie.

Es cierto, muy cierto: el sistema de partidos ha venido derivando en lo que comúnmente se ha dado en llamar “partidocracia”, con todos sus vicios inherentes. Hay que corregir el vicio de las dirigencias partidarias omnipotentes y de los liderazgos pétreos, pero eso no se logrará debilitando más los tejidos institucionales. El fundamentalismo garantista puede ser tan dañino como la permisividad sobornada. No hay que castigar al sistema por los pecados de sus actores políticos principales: hay que meter a éstos en cintura, por la vía de una racionalidad estructu ral integral. No es cuestión de lanzar bengalas explosivas y eventuales, sino de asegurar una efectiva iluminación de la atmósfera política nacional, tan cargada de nubarrones, la mayoría de ellos artificiales e interesados. Es hora de hacerlo, más allá de poses y pases tan trillados en el medio.

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