Los vemos en cada esquina del semáforo, en cada recodo de la ciudad, con sus caras tristes y sucias. Detrás de estos niños hay sórdidas historias de abusos y maltratos; la calle fue el único lugar adonde huir.
Por Carlos Santos.03 de Agosto. Tomado de Contra Punto.
SAN SALVADOR—Las calles de San Salvador, son el escenario diario de cientos de niños que deambulan, mendingando, prostituyéndose y robando para poder mal vivir.
Estas calles se convirtieron en el hogar de estos niños que oscilan entre 5 y los 16 años, y que han sido víctimas de la violencia intrafamiliar o simplemente han sido abandonados por los padres.
En la calle han aprendido a robar, a usar algún tipo de droga –crack, pega o thinner, etc. —, y sobretodo a mostrarnos un rostro olvidado, un rostro ignorado por las autoridades encargadas de velar por los niños huérfanos o abandonados.
De abusos y abusadores
La vida en la calle no es tan fácil, soportan la lluvia o el frío, la incomprensión y el abuso de muchos dueños de la calle: entre ellos pandilleros, que los usan para extorsionar o traficar drogas y también de muchos depredadores sexuales, que amparados en la noche y la impunidad recogen estos niños de las esquinas y los abusan sexualmente por un plato de comida o un par de pesos.
Incluso son abusados por las mismas personas que, en teoría, están para defenderlos.
Un informe presentado ante la UNICEF, en 2007, reveló que de 100 niños que fueron llevados a hogares auspiciados por el gobierno salvadoreño, más del 28% manifestaron haber sido abusados por las autoridades, entre ellos policías, encargados de las casa hogar. El 51% de las lesiones recibidas se reportaron como golpizas, y el 20% de cortaduras corporales.
El 78% de estos niños reportaron sentirse más seguro en las calles que en sus propios hogares o los hogares del gobierno.
María de los Ángela Bonilla, directora de uno de los Centros de Protección Nacional, del ISNA, reconoció que es muy probable que en otros centros de resguardo haya maltrato de parte del personal a los niños de la calle, debido al poco personal y la no cualificación de estos, para atender a los niños.
El presupuesto que reciben, dijo, es ridículo y que actualmente realizan milagros para atender a estos niños que requieren una atención especializada.
Señaló que han tenido problemas con los niños y adolescentes que llegan a los resguardos, quienes han agredido verbal y físicamente a otros niños y adolescentes. Este problema se da entre jóvenes que pertenecen a pandillas.
Pero también acotó que los centros carecen de recursos tanto humano como material, para dar abasto a la demanda que exigen los niños y adolescentes.
Pero más allá de cifras y declaraciones de funcionarios, esta es una historia de voces. Voces de niños y niñas de la calle.
La cofradía
Los nombres de esos niños pueden ser José, Pablo, Juan y Arnoldo. Obligados por la necesidad han formado una cofradía, para compartir lo que consiguen y protegerse. La voz de uno es respalda por la de los otros. No siempre son los mismos, muchos desaparecen, otros llegan por primera vez y pasan a formar parte de esta familia de hijos de la calle.
¿Por qué están viviendo en la calle?, le pregunto a José, un niño moreno, que afirma tener 12 años, y que aparenta 9 u 10 por el grado de desnutrición.
—Mi papá me pegaba mucho, decía que yo no era su hijo, llegaba borracho a la casa y nos golpeaba a mi mamá y a mí. Mi mamá estaba panzona (embarazada), un día le dije a mi papá que si le seguía pegando a mi mamá lo iba a matar, entonces me pegó con un cincho y me corrió de la casa, mi mamá no dijo nada. Salí de la casa llorando y nunca más regresé.
Juan parece ser el líder, es el mayor del grupo, dice tener 15 años:
—Mi mamá me dejó con una señora y se fue a otro a lado, dicen que iba para los Estados (Unidos) y nunca volvió por nosotros, somos dos hermanos, el otro se pone a pedir en el otro semáforo, es un año menor que yo, la señora se murió y tuvimos que vivir en la calle, nadie nos quería.
—Mi papá me trajo un día y me dijo que ya no podía mantenerme, él es de la mara (pandilla), y no quería hacerse cargo de mí, me pegaba a cada rato, mi mamá se murió hace mucho, yo vivía con mi abuela pero como me portaba mal, me corrió de la casa. Entonces busqué a mi papá, pero como no me quiere me trajo a la calle y me dijo que tenía que ser varón (valiente), y vivir en la calle —dice Arnoldo, mientras sus ojos se humedecen al recordar quizás a la abuela o la suerte de tener un padre pandillero e irresponsable. Dice tener 9 años de edad.
Pablo se mantiene callado, es el menor del grupo, los demás dicen que tiene 6 años y tres meses de andar con ellos, que lo encontraron llorando y perdido cerca de la calle en donde piden limosnas. Vivía en Caluco, Sonsonate, con unas tías, quienes lo golpeaban y lo obligaban a mendingar, un día se subió a un bus, vino a parar a San Salvador, perdido, los encontró y ahora son su nueva familia.
— ¿Cómo sobreviven diariamente?, lo interrogo.
—De lo que nos da la gente, siempre nos dan pisto la gente de los carros, o algún plato de comida y lo que conseguimos lo traemos para comerlo con los demás, antes había un hombre que nos pegaba y nos quitaba lo que la gente nos daba, ya estaba viejo, era malo, nos ponía a limpiar los vidrios de los carros y teníamos que darle todo el pisto, sino le dábamos 5 dólares cada uno nos pegaba con un garrote. Muchos nos movimos de esquina pero allá llegaba, nos seguía y nos volvía a pegar, hasta que una noche que estaba molestando a mi hermano...
— ¿Cómo lo estaba molestando?
—Cuando se ponía bolo, nos abrazaba y nos agarraba a la fuerza, era malo, esa vez estaba agarrando a la fuerza a mi hermano, entonces entre todos le pegamos, con unos palos lo agarramos, hasta que lo desangramos, lo dejamos allí en el suelo, no sabemos si se murió, pero nos molestaba mucho —dice Juan con amargura en la voz.
—Hay días que la gente de la iglesia viene y nos deja comida, nos dicen que tenemos que aceptar a Cristo, que esto que hacemos es malo, que dejemos la pega, la piedra. Este Pablo es malo, a todas las iglesias que vienen les dice que acepta a Cristo, por la comida —interviene José, mientras todos ríen.
—Pajero (mentiroso) —comenta Pablo, quien acurrucado ha sacado un bote con pega y ha empezado a inhalarla.
— ¿Dónde consiguen la piedra o la pega?, le pregunto.
—En todos lados la venden. Hay que tener el pisto para comprarla, hay días que no tenemos y entonces hay que buscarlo, nosotros usamos la droga porque nos alegra, no nos da hambre y nada nos molesta —continúa José.
— ¿Han robado alguna vez?
Todos ríen, aprobando con la risa.
—Este maje es el mañoso del grupo —dice Pablo, señalando a José.
—La verdad es que hay carros que se pueden abrir y nosotros necesitamos comer, o comprar alguna otra cosa. Algunas veces los vigilantes nos encuentran y nos pegan entre varios, nos sacan a patadas de los paqueos, otras nos dan a los policías y estos nos pegan, y nos llevan al ISNA, pero de allí nos escapamos, porque también nos pegan.
Escuela del crimen
¿Muchos de ustedes han trabajado para las maras?
—Ellos vienen y nos llevan a que recojamos pisto de algunas gentes, no podemos decirles que no, porque nos pueden matar, ellos andan con pistolas y nos amenazan, con ese pisto que muchas veces recogemos si pudiéramos nos iríamos, pero nos vigilan. Yo conocí a un bato que salió corriendo con el pisto y ellos lo mataron, la verdad es que si nos portamos bien ellos nos dan piedras (crack) —confiesa Arnoldo.
—Antes yo anduve vendiendo drogas, en ese tiempo no le hacía (no usaba drogas), ellos venían todos los días y me llevaban a donde vendía, pero no me daban ni la comida y cuando no vendía me pegaban, entonces ya no quise, me les escondía cuando venían a buscarme. Por eso yo les digo a estos que no sean tontos, los mareros sólo lo usan a uno —dice paternalmente José.
— ¿Cuéntenos de los hombres que vienen en la noche y se los llevan a dormir con ellos?
—Esos son culeros, muchos tienen carros bien bonitos, tienen pisto, incluso algunos gringos —cuenta Pablo, con los ojos cerrándoseles debido al efecto de la pega que ha estado inhalando.
—Pero no son malos, nos dan de comer, ropa y pisto —justifica Pablo.
—Además, no vienen todos los días, a veces los sábados, ellos no nos pegan y nos compran cosas —interviene Arnoldo.
— ¿A dónde los llevan?
—A unas casas bien bonitas, con televisores, cocinas grandes y huelen bien las casas, allí nos bañamos —dice Pablo.
— ¿Y qué hacen con ellos?
Un silencio cómplice y prolongado, se ven entre ellos temerosos de responder. Sorpresivamente Juan responde, molesto.
—Lo que se hace con una mujer, por eso nos dan pisto y comida.
— ¿Sólo a ustedes los llevan?
—A veces a otros, depende, cuando hizo frío un señor bien rico nos llevó a la casa y allí estuvimos como tres días, fuimos todos y también mi hermano, pero se enojó con Arnoldo, este le escondió un reloj y dos anillos, por eso nos corrió de la casa, pero este señor era bien bolo —concluye Juan.
—La gente nos dice que eso que hacemos es malo, que no está bien con Dios, pero estos señores nos dan pisto y comida —dice José.
— ¿Y los gringos vienen a menudo?
—A veces, ellos nos llevan a hoteles, nos dan guaro, a veces piedras (crack) y pasamos noches alegres, se nos olvida que no tenemos familia y vivimos en la calle. Pero cuando nos ven muy locos (endrogados), no nos llevan —reafirma Arnoldo.
— ¿No creen que es peligroso ir con estos hombres?
—No. Bueno, algunos dicen que sí, que han matado a otros que antes iban con unos hombres de un pick up rojo, pero yo no creo, además ya no vienen —dice José.
—A mí nunca me han tratado mal —confiesa Juan.
—Una vez unos señores me sacaron una pistola, para decirme que si les robaba me iban a matar, pero no sucedió nada malo —recuerda José.
La ciudad empieza a oscurecer y los niños de la calle dicen que las noches de viernes se ponen buenas. Se levantan y comienzan a recorrer las calles como fantasmas, almas en pena en un mundo cruel, del que han aprendido lo peor para subsistir.
Los hijos de la calle: la infancia perdida - Noticias de El Salvador - ContraPunto
Triste esto y todo lo demas. Muy triste..
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