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2010/09/25

LPG-La naturaleza nunca deja de enseñarnos

 Y lo peor es que las guerras, todas las guerras, llevan dentro de sí la semilla de un vicio mayor: su hipocresía implícita. Como decía alguien, en frase de reiterada exactitud: las guerras empiezan siendo cruzadas y acaban siendo negocios.

Escrito por David Escobar Galindo.25 de Septiembre. Tomado de La Prensa Gráfica.

 

Uno de los grandes de todos los tiempos es el escritor francés Romain Rolland, merecidísimo Premio Nobel de Literatura en 1915, y a quien hoy casi nadie lee, porque el tiempo pasa y porque el tsunami de los best-sellers intrascendentes lo arrasa todo. La obra mayor de Rolland es “Juan Cristóbal”, texto magnético al que me acerqué en la adolescencia por recomendación expresa de Claudia Lars, que era devota confesa del autor. Luego, fui haciéndome de mi propia colección de obras de aquel supremo revelador de su tiempo. En 1980, y por 30 colones, adquirí los tres tomos de un testimonio verdaderamente fascinante: “Diario de los años de guerra 1915-1919, Notas y documentos para servir a la historia moral de la Europa de ese tiempo”. Un recorrido acucioso y puntual por las veredas de un momento histórico estelar en el más dramático sentido del término.

Uno de estos días, emprendí por enésima vez el recorrido de esas páginas que mezclan testimonios y experiencias de todo tipo; y encontré, al azar, un apunte del lunes 24 de mayo de 1915, un día después de que Italia le declarara la guerra a Austria, y que reproduzco aquí, porque me nace de inmediato hacerlo: “24 de mayo. Hace tres días que vine a tomar algún descanso, con mi madre, en Chamby, arriba de Vevey. Pasamos los días de Pentecostés. Días admirables de primavera, cuya pura luz recuerda los de principio de agosto último, cuando la otra declaración de guerra. ¡Cuántos me expresan su sentir avergonzado de ser seres humanos, frente a la naturaleza radiante de paz!” Unas sencillas palabras que recogen un sentimiento que debería ser universal, entonces y siempre. La irracionalidad consciente frente a la racionalidad instintiva.

La guerra es, sin duda, la expresión del supremo sinsentido, que desnuda las zonas más inhóspitas de la naturaleza humana. Lo viene siendo desde que tenemos memoria, y de seguro desde que estamos aquí, conviviendo a ciegas en un mundo que nunca acabamos de reconocer como el refugio de todos, y que por eso hemos convertido en la tierra de nadie. Aunque, como todo en la vida, las guerras también tienen función aleccionadora: en su condición de tales, sólo dejan escombros, pero de los escombros se van levantando, casi siempre inadvertidamente, algunas espigas que alzan sus raíces desde la profundidad del subsuelo espiritual. Las guerras tienden a ser iguales en sus efectos básicos; las paces nunca lo son: cada una tiene su vitalidad propia, endeble o indoblegable. Por eso la tarea principal no es descifrar la guerra sino desentrañar la paz.

Los salvadoreños tenemos una experiencia de primerísima mano, tanto de la guerra como de la paz. Con los cálculos simplistas que siempre tratan de imponerse, en el país se generalizó la creencia de que una guerra era imposible en nuestro suelo, justamente por la exigüidad del mismo; pero la guerra llegó y se quedó por casi 12 años, para restregarles en la cara sus tizones ardientes a los incontables escépticos. Y llegó porque hicimos todo lo necesario para ponerla en el terreno. Mientras duró, parecía capaz de absorber la realidad nacional como una máquina succionadora imparable; sin embargo, lo cierto era lo contrario: que la realidad fue absorbiendo a la guerra, hasta hacer que no fuera más que una especie de fantasmagoría inconexa, atada en definitiva de pies y manos por la lógica superior de la paz.

Pero el afán realizador de la paz tampoco es un juego de niños, como a veces se le pinta, en esas idealizaciones que son meras caricaturas ingenuas. La paz también es un compromiso constructivo, que requiere mucha voluntad, mucha disciplina y mucho aguante. Lo estamos viendo a Diario en el país, donde nada se nos ha dado gratis, ni tendría por qué haber sido de otra manera. Así, pues, la paz, más que una conquista, es un resultado. Cuando de la refriega ha surgido un vencedor, la paz siempre se etiqueta como una conquista, y menudean los desfiles y los himnos en su honor. Pura coreografía. En verdad, la paz es un trabajo por hacer, un compromiso por cumplir, una responsabilidad por honrar. Constituye una de las funciones humanas esenciales, de seguro la que mejor representa el destino del ser perfectible.

Y lo peor es que las guerras, todas las guerras, llevan dentro de sí la semilla de un vicio mayor: su hipocresía implícita. Como decía alguien, en frase de reiterada exactitud: las guerras empiezan siendo cruzadas y acaban siendo negocios. Ahora mismo estamos globalmente enredados en los perversos negocios de varias guerras que, por eso mismo, se resisten con todo lo que tienen a dejar su arraigo. Y no hablamos sólo de guerras políticas. La historia nos ha venido enseñando, con puntualidad exquisita y habilidosa crueldad, que no hay guerras inevitables, sino conflictos que se perpetúan a punta de intereses. Esta “lógica” ha contaminado los conceptos vigentes del desarrollo, que por eso mismo están cada vez más encerrados en su red. Dilucidarlo es por ello una de las tareas fundamentales de nuestro tiempo.

La naturaleza desata borrascas, pero no hace guerras. La guerra es un fenómeno exclusivamente humano, con toda la carga de significados que eso lleva consigo. Y es que lo humano nos libera y nos atrapa al mismo tiempo. La cita de Romain Rolland grafica la diferencia entre el ser de la naturaleza y el ser de la conciencia. En la conciencia está la clave crítica, porque es a la vez un mirador prodigioso y una trampa mortal. Mientras el ser humano guerrea, la naturaleza respira tranquilamente y a lo más se convulsiona por factores mecánicos. Y, en las almas abiertas a la autocomprensión, ese contraste se convierte en vergüenza propia y en admiración ajena. Vergüenza frente al proceder humano cuando se deja conducir por las pasiones oscuras; admiración por la naturaleza que se autoilumina por movimiento espontáneo.

Es de esperar que la evolución de nuestra naturaleza humana, deshumanizada por descuido inmemorial, nos vaya humanizando progresivamente, respecto de nuestra propia vida y también respecto de nuestra relación con el mundo natural al que pertenecemos, aunque el arrogante orgullo de conciencia venga haciéndonos creer que estamos por encima de todo, y en especial de nuestra condición de seres integrados a la Naturaleza y por ende parte de ella. La conciencia lo que nos agrega no es privilegio sino responsabilidad. Antes debimos entenderlo y asumirlo para prevenir y evitar males; hoy tenemos que reconocerlo y aceptarlo para sobrevivir entre los efectos devastadores de nuestros múltiples desatinos. La vergüenza a la que el inolvidable Rolland se refería allá en 1915 sería un buen comienzo inspirador.

La naturaleza nunca deja de enseñarnos

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