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2010/09/09

Contra Punto-Historia de un bus que no llega - Noticias de El Salvador - ContraPunto

 Por Johana Peña.09 de Septiembre. Tomado de Contra Punto.

Fotografías Francisco Campos / Johana Peña

Sin buses en las carreteras, los salvadoreños se valen de cualquier medio para poder llegar a sus destinos. 

SAN SALVADOR- Llegar al trabajo es, por estos días, una tarea casi titánica.

Estoy parada, a buena mañana, a la orilla de la carretera Panamericana, a la entrada de mi pueblo, San Rafael Cedros, Cuscatlán. Siempre estoy aquí a esta hora, el inicio de esa rutina eterna que implica estar aquí, bajo el llamado “Palo de Hule”, en espera del bus que me lleve a San Salvador.

Pero el bus no llega.

Ha calado hondo el paro al transporte que, desde ayer martes, ordenaron pandilleros de la Mara 18, por un periodo de 72 horas.

Parada, bajo el palo de hule

Ya ha pasado una hora y media, ya debí haber llegado a la capital, pero no. En su lugar, sigo bajo el Palo de Hule, cada vez más hastiada de este relajo sin sentido impuesto por un reducidísimo grupo de salvadoreños dedicados al crimen, que, cada vez vemos más claro, son capaces de generar caos y zozobra en todo el país.

Desde mi puesto de observación, veo un panorama inusual: no hay buses circulando, solo unos pocos, y como van demasiado cargados, pasan de largo, no se meten al desvío de mi pueblo, para mi infortunio.

Ese infortunio lo vive también doña Margoth Molina, de 50 años, que espera, a mi lado, un bus. Ella vive en el cantón El Rosario, de San Rafael Cedros, y todos los días debe viajar al mercado de Cojutepeque, donde se desempeña como comerciante. Al igual que a mí (y a otras miles de personas en todo el país), esa sencilla actividad de transportarse a su lugar de trabajo le resulta a ella complicadísima.

Primero tuvo que tomar un pick up para poder salir desde su cantoncito, un rincón del territorio alejado de la mano de Dios. Ese “aventón” solo duró hasta el Palo de Hule, donde yo estoy viendo pasar la irracionalidad, en forma de paro al transporte.

Doña Margoth no es tan dada a hablar con extraños. Bueno, así como están las cosas, con una espiral de violencia en donde el vecino de uno, el cara de buena gente, puede ser el que le esté llamando a uno para sacar dinero, para extorsionar. Pero después de un intercambio de palabras rompe-hielo, ella se anima:

“En pick up nos venimos y venía bien lleno, nos cobraron dos coras hasta acá a San Rafael (Cedros), normalmente vale una cora, me salió el doble. Primero Dios, ya va a pasar el bus”, dice, echando una mirada hacia la carretera.

“Ya tenemos un poco más de una hora”, dice, y agrega: “Esperemos que ya pase el primero”.

El tiempo pasa. Nos vamos volviendo viejas de esperar, como diría la canción.

Hasta que un pick up Toyota, golpeadas sus latas por el paso inclemente del tiempo, aparece de la nada con cuatro pasajeros dentro. Un improvisado cobrador grita: “¡Cojute, Cojute!”.

Estación Cojute

El vehículo es una chatarra andando, pero ni modo hay que llegar al trabajo. El cobrador menciona que en “Cojote” era mucho más fácil para encontrar trasporte hacia San Salvador.

¿Cuanto cuesta? —pregunto un poco preocupada.

— 35 centavos, pero ahorita no va a encontrar nada mejor, no están pasando los buses, súbase— me dice.

Y nos encaramamos con doña Margoth.

El viaje en pick up es penoso, con mucho viento que golpea la cara, pero con una hermosa vista. Allí va Ana Isabel Amaya, del cantón Palacios, de San Rafael Cedros. Como todos, está preocupada por la situación actual del país.

“Terrible está esto, porque afecta todo… tenía como media hora de estar esperando, pero solo estos pick up están pasando, pero hay que irse, por pedazos hay que llegar al lugar donde uno va. Sale caro porque hay que pagar varios pasajes”, comenta.

Pero su preocupación va mucho más allá. Su esposo trabaja en un microbús que de Cojutepeque hace su recorrido al kilómetro 51 en San Vicente.

“Mi esposo es motoristas y dice que los han amenazado, que si trabajaban estas 72 horas no les iban a hacer nada hoy porque andan bastantes policías, pero otro día les van a quemar las unidades, (…). Por eso ninguno ha salido hoy, por temor a eso. La policía ya sabe pero ellos solo dicen ‘salgan sin temor que vamos a andar cuidando’, pero solo estos días nomás, después vamos a encontramos en las calles muertos a los pobres, esas son las consecuencias”, dice Isabel.

Al compartir su preocupación con el grupo, nos traslada parte de su pena, de su angustia. Ni siquiera hace falta oírla, solo hay que verle sus ojos para saber que ella está realmente asustada.

Llegamos a Cojutepeque sin problemas, pero a simple vista se observa lo desolado que están las calles. Nadie ofrece chorizos, porque no hay buses, y sin buses no hay compradores. El pequeño pick up chatarra llega hasta el Hospital de la ciudad, y de ahí en adelante había que buscar otro trasporte.

Ahora tenía que preocuparme por buscar otro bus, pick up, camión o lo que fuera, pero ninguno aparecía.

Pero la espera no es tan prolongada esta vez.

Porque aproximadamente 15 minutos después de la llegada, aparece un bus de la ruta 113, que de Cojutepeque conduce a San Salvador. Luce un poco vacía, pero no por mucho tiempo. Como una fiesta infantil en donde los niños le pegan a la piñata y caen alocados sobre los dulces derramados, así se ve la melé gestada por unas veinte personas que tratamos de entrar por la angosta puerta del bus.

Después de empujones y atropellos puedo entrar y tener la “suerte” de sentarme, el viaje aun es largo: faltan 34 kilómetros para llegar a San Salvador.

En un vehículo del trasporte colectivo los vendedores no pueden faltar, pero con un poco de miedo me comenta una vendedora de bisutería que “encomendándose al Señor”, había salido hoy a trabajar.

“La verdad es un riesgo venir a trabajar, pero así es la vida. Yo la verdad de las cosas he visto a las personas con miedo, pero las personas tienen que ir a trabajar, ni modo, tenemos que arriesgarnos, yo ando arriesgando mi vida vendiendo porque así nos toca pues, tenemos que llevarle la comida a nuestros hijos”, dice Elizabeth Ruiz, sosteniendo en sus manos las pulseras y anillos que ofrece a sus clientes.

El bus sale por fin de Cojutepeque para incorporarse a la carretera Panamericana, pero ahí nos está esperando un reten militar, el primero de los varios que encontraremos.

Un agente de la policía entra al autobús y comienza a revisar a todas aquellas personas que le parecen sospechosas. Pide a un joven que le mostrara su mochila, este la abre y el policía introduce su mano hasta tener alcance de todo lo que hay dentro. No encuentra nada y sigue con otro joven.

No encuentran nada comprometedor, así que el bus reinicia la marcha.

El motorista se detiene cada vez que ve grupos de personas caminando y haciéndoles señal de alto. Y los espacios dentro de la unidad se reducen cada vez más y aquello es ya una sardina gigantesca.

Fusiles por aquí, fusiles por allá

Desde que entramos y atravesamos los municipios de Ilopango y Soyapango, era ya visible la presencia masiva de militares y policías, completamente armados, vigilando las calles. Los fusiles M16 cuelgan de los agentes a la altura del pecho. Las miradas de los agentes y soldados denotan que ese no es un día común y corriente, están en emergencia, sobre todo después de que, la noche anterior, un retén policial fue atacado por desconocidos, en la Carretera de Oro, Soyapango.

Una tanqueta militar nos recibe en el Bulevar del Ejército, pero, al menos a mí, en lugar de tranquilidad, siento una sensación de mayor temor, al verlos apuntando sus armas.

El bus termina su recorrido en la Termina del Oriente, pero el mío aún no concluye. Mi meta es la Colonia Flor Blanca, sede del diario digital ContraPunto, para el cual trabajo como reportera.

A pie al Zurita, uno de los lugares de mayor riesgo de la ciudad, y de allí al Mercado ex Cuartel, ya dentro de los linderos del Centro de San Salvador.

El Centro se ve casi vacío e insólito, porque cuando los días son “normales” jamás se ven pick ups sobrecargados de personas que, ante el caos, han debido viajar en esos vehículos alternativos en un intento desesperado por llegar a sus puestos de trabajo. Si no llegan, probablemente caiga sobre sus nucas el machete del despido.

Un microbús de la 42 me lleva, de un solo acelerón, hasta la Roosevelt, y de allí la oficina está a un paso de perico.

Mientras camino, me voy diciendo: a lo que hemos llegado, a un punto de la historia del país en que, unas bandas de criminales son capaces de crear semejante caos y de afectar la vida de miles de personas. La de gente honesta, que lucha de sol a sol.

Como doña Margoth, aquella comerciante del mercado de Cojutepeque. Probablemente hoy venda menos, sin clientes en el mercado. Probablemente tenga problemas para llevar la comida a su hogar, allá en el cantón El Rosario.

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