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2010/08/21

LPG-La globalización es inevitablemente pragmática

 Se está superando la crisis que detonó en 2008, y pronto habrá que hacer saldo de lo que deja y de lo que se lleva. Es una tarea que requerirá esa asamblea global a la que antes nos referíamos.

Escrito por David Escobar Galindo .21 de Agosto. Tomado de La Prensa Gráfica.

 

El mundo de nuestros días se dirige, como nunca antes en el devenir contemporáneo, hacia la plena condición global. Y por ello la llamada globalización, como la llamada mundialización, son en el fondo un mismo movimiento, que es, por naturaleza, borrador de fronteras. Este movimiento parece determinado por la ley dialéctica, que está hoy mucho más viva que en los tiempos de Marx, que no la inventó pero sí la popularizó. El humanismo renacentista sería la tesis; el materialismo decimonónico sería la antítesis; el pragmatismo globalizador vendría a ser la síntesis. Una síntesis que, como todas, es una nueva tesis, que llevará a ejercicios de perspectiva imprevisible en este momento. Y, al ser una nueva tesis, este pragmatismo lleva consigo la semilla metafísica del futuro. Son los juegos alegres y confusos de la evolución.

En el centro de todo este juego histórico hay un punto energético y energizador: la libertad. La lectura más reveladora del movimiento evolutivo universal a lo largo del tiempo es la que se hace sobre la suerte de la libertad. Y hablamos de libertad, no de libertades, recordando aquí un párrafo del extraordinario libro “Retorno a Elsinor (Juventud y Complejo de Hamlet)”, de uno de nuestros grandes olvidados, Rolando Velásquez: “Porque la libertad no es propiamente un concepto, sino un ejercicio. Por ello —y esto no es ir contra el genio—fallaron ingenuamente todos aquellos que trataron de dividir, subdividir y colocar “las libertades” como en los escaparates de un insectario, para que los cándidos vieran y se convencieran de que existen “libertades”, cuando en esencia de verdad, contra todas las apariencias, sólo existe la libertad”.

Y la libertad tiene que estar en el centro, ahora más que nunca, porque el pragmatismo imperante se convertiría en un peligroso juego de marionetas si no tuviera como marco vivo de acción la vigencia de la libertad, que es lo que permite que las piezas no choquen hasta deshacerse, que los intereses no impongan la ley de la selva y que las pasiones no se conviertan en conductoras sin control. Es decir, la libertad ya no es en nuestros días, como pudo ser en otras épocas, una mera aspiración intelectual y moral; hoy es un requisito funcional, y con una fuerza imperativa determinada por la misma dinámica de los hechos en cadena. Es como si hubiera llegado el tiempo de tener a la libertad en el rol humanizador que le corresponde, y no por efecto de la lucha de las ideas, sino por causa de la realidad de las cosas.

Nos movemos en un mundo casi desconocido. Hasta no hace mucho, el ritmo evolutivo se medía conforme a los tiempos largos del calendario; pero eso tomó otra velocidad al disolverse la camisa de fuerza de la bipolaridad entre las dos superpotencias de molde ideológico. Es decir, esta es una nueva era que lleva apenas 21 años. ¿Qué pasó en 1989? Fue el fin del siglo XX, cuyo verdadero comienzo había sido en 1945, al final de la Segunda Guerra Mundial, último ejemplo posible de una guerra “mundial” controlable. Políticamente hablando, el siglo XX, pues, sólo duró en verdad 44 años. No sabemos aún cuánto durará el siglo XXI; mas, según van dibujándose los acontecimientos, éste podría ser un siglo de duración “normal”, porque no es bisagra, como fue el anterior. En realidad, el siglo XX sólo vino a ser el escandaloso desagüe del materialismo infuloso del siglo XIX.

El pragmatismo, aunque pueda parecer un ejercicio sin normas y sin controles, en verdad es lo que más disciplina requiere, pues de lo contrario se pierde en una dispersión que apunta hacia el caos. Si esta época es fundamentalmente pragmática, tendría que ser a la vez esencialmente disciplinaria. Y aquí es donde se empiezan a ver, con dramatismo palpitante, las carencias por llenar en este preciso momento histórico. En el orden internacional, lo primero que se extraña es un orden que sustituya de manera eficiente y consecuente al que la bipolaridad se llevó consigo, que era el orden político y financiero establecido inmediatamente después de concluida la Segunda Guerra Mundial. Tenemos ya dos decenios de vacío en ese ámbito, y las consecuencias están a la vista para quien no se cierre a la rampante evidencia.

El nuevo orden internacional ya no puede ser construido en un conciliábulo de “poderosos”, como ocurrió en 1945, cuando los vencedores de la Guerra idearon estructuras y mecanismos que, en primer término, salvaguardaran su poder. Hoy, el poder también va teniendo que entrar, con todos los retorcijones que sean necesarios, en la ruta del pragmatismo global, que ya no podría ser un club privado, sino que tiende a ser una asamblea de participación abierta. Venimos del G-2, pasamos al G-7, un pasito más y el G-8, vamos ya por el G-20, y suma y sigue. La globalización mundializadora no cabe en ninguna de las fórmulas previas. Todos los trajes de los festines anteriores —que duraron siglos— están para el “trishop” o para el remate de garaje. Por hoy, la desnudez universal impera, y tampoco puede durar mucho, por las inclemencias del clima.

Pero hay que agregar, como un dato de vital importancia para entender, captar y organizar el fenómeno global en el que todos —desde las chozas hasta los rascacielos— estamos inmersos, que la corriente pragmática se cuela por todas partes, y no es detenible, ni siquiera gobernable, con gestos o decisiones de estricta coyunturalidad. Los pensadores especializados han venido hablando del paso de la modernidad dominada por el pensamiento fuerte a la posmodernidad dominada por el pensamiento débil. No es en realidad un contraste mecánico entre pensamiento fuerte y débil, sino un tránsito del dominio abstracto que genera las peores concreciones al dominio concreto que debería poder generar las mejores abstracciones. En la palabra “tránsito” está de seguro la clave. El pragmatismo tiende a asumir la transición como su figura madre.

Estamos, evidentemente, en transición. Y lo especial de este momento –según todos los indicios disponibles— es que no es una transición diseñada desde el poder. Más bien lo que ahora se hace visible, como en ningún otro momento de la contemporaneidad, es la indigencia del poder. Lo que vemos es el convivio de los poderes conmovidos por una experiencia que antes les sirvió de ganzúa a los más poderosos: la experiencia de la crisis. Se está superando la crisis que detonó en 2008, y pronto habrá que hacer saldo de lo que deja y de lo que se lleva. Es una tarea que requerirá esa asamblea global a la que antes nos referíamos. La realidad deberá repartir las debidas convocatorias. Y no vestida de etiqueta para un banquete oficial, sino con todos los trajes casuales imaginables para una kermés del “cambio pragmático”. Ahí nos vemos.

La globalización es inevitablemente pragmática

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