Mario Roberto Morales.27 de Agosto. Tomado de Contra Punto.
HEREDIA - Los mártires, los héroes y los próceres sufren. Por eso son lo que son. Su sufrimiento los construye como tales y a la vez les asegura el dramático reconocimiento de la colectividad que no está dispuesta a ponerse en sus zapatos. Este reconocimiento es atractivo porque convierte a la persona que sufre en el centro de la atención general, y porque provoca en la masa la ilusión de que sufrir es el precio a pagar por el amor del prójimo. El chantaje culposo no falla en nuestra cultura. De ahí que los niños lloren cuando por capricho quieren algo. El recurso del llanto funciona.
Este es el secreto del éxito del melodrama en todas sus formas (canciones románticas, telenovelas lacrimógenas, religiosidades auto-flagelantes, liderazgos políticos “sacrificados” y epopeyas de cuatro paredes como las maternidades abnegadas y otras formas de chantaje emocional): quien sufre es el centro de atención porque sufrir es el pasaporte a la notoriedad de los desapercibidos, al siempre remiso reconocimiento intrafamiliar, a la beatificación hipócrita de los aprendices de santo y de tantísimo espantajo iglesiero que proclama en público su amor a Cristo porque en secreto sueña con la lujuria del párroco.
En el melodrama, la persona que vale es la que sufre aunque sea haciendo sufrir a los demás. Se trata de la lógica del “Valle de lágrimas”, de la vida como oportunidad para expiar. Esta ideología fue inventada durante el largo colapso del imperio romano, cuyo caos hizo necesarias formas de control poblacional que llevaron a la Iglesia a hacer de la culpa y la expiación de los pecados (originales o no) la manera virtuosa de vivir, y a constituirse ella misma en la institución administradora del monopolio del perdón y de la vigilancia de las puertas del cielo.
Esta moral está en la base de la civilización occidental moderna por los sucesos históricos que todos conocemos. Y es una de las razones por las que G.I. Gurdjieff afirmó que “una persona puede renunciar a cualquier placer, pero jamás renunciará a su sufrimiento”. Y también que para ser felices, “lo único que debemos sacrificar en la vida es (justamente) el sufrimiento”. Lo cual implica que los seres humanos hacemos de nuestras cadenas un cómodo refugio mutilador de nuestra libertad, el cual origina un inmenso temor a liberarnos, que a su vez hace que no seamos capaces de renunciar a sufrir porque sentimos que si no sufrimos no somos merecedores de nada. En otras palabras, nos sentimos culpables por no sufrir. Y vivimos expiando esa culpa provocándonos dolores que nos “dignifican” y nos vuelven ejemplo ante un dios y un prójimo piadosamente sádicos.
El miedo a ser libres y felices nos hace aferrarnos más al sufrimiento, un hábito convertido en adicción, el cual ―como todas las adicciones― nos torna masoquistas porque buscamos afanosamente hacer aquello que nos destruye y no sabemos vivir de otra manera. De aquí el miedo a la risa, a la ironía, a la sátira, a la crítica; y el amor a la santurronería, a la solemnidad acartonada, a la “decencia” entendida como conducta retrógrada, como conservadurismo puritano que pretende hacer santos y santas de los hombres y mujeres comunes y corrientes, forzándolos al sufrimiento auto-provocado como si éste fuera el boleto hacia la salvación eterna.
Sacrificar el sufrimiento no significa convertirse en hedonista de tiempo completo ni abrazar una anarquía orgiástica para vivir. Significa dejar de ser hipócrita y miedoso. Y, en consecuencia, vivir en paz y armonía con el mundo.
Ventajas del sufrimiento - Noticias de El Salvador - ContraPunto
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