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2010/09/16

Contra Punto-La suma de todos los miedos - Noticias de El Salvador - ContraPunto

 Óscar A. Fernández O. 17 de Septiembre. Tomado de Contra Punto.

A lo único que tenemos que temer es al miedo por sí  mismo.
Franklin D. Roosevelt

Cabe aclarar estimado lector, que la opinión aquí vertida se refiere a una realidad objetiva que nada tiene que ver con la ficción de una película de Hollywood, cuyo título me pareció adecuado para describir la realidad que actualmente nos agobia. Una lamentable realidad que está permeando nuestra cotidianeidad, a tal punto que ha llegado a casi paralizarla.  
El miedo no sólo es el producto de los efectos de la violencia, sino de padecer la pobreza y la exclusión. El miedo a que un día no tengamos que darle de comer a nuestros hijos y que estos crezcan desnutridos y enfermos. El miedo a que se nos mueran porque no podemos pagar los escandalosos precios de las medicinas.
La tesis central de este texto es que las principales causas del círculo vicioso de la violencia que generan miedo, se encuentran en la pérdida de credibilidad de las desgastadas instituciones públicas marginadas por el ajuste estructural y la estrategia de mercado impulsados por Arena y los poderes fácticos durante los últimos veinte años. Como lo hemos dicho en otras ocasiones y hoy insistimos en ello, el contrato social y todas las formas de entendimiento social, fueron rotos desde las dictaduras y aún no han podido ser re establecidos. Por eso nuestra necesidad se centra, en poner en marcha el programa de rediseño de un Estado fuerte, que oriente el cambio, construya el consenso y termine con el lastre heredado de las derechas fascistas aliadas principales del neoliberalismo, que hoy pretenden resurgir desde un oscuro rincón de la historia.
Los medios de comunicación nos han convencido de que sólo es verdad lo que se ve. La famosa ecuación ver es igual a verdad. Mucho más lo que se ve en tiempo real, es decir, mientras está sucediendo. Pues tenemos un problema: la violencia directa si se ve, si se puede mostrar y es la que produce miedo, sobre todo si se sublima. La violencia estructural, no. Se manifiesta, pero exige análisis, relación de hechos, búsqueda de causas. 
Violencia es un término que padece de un exceso de significados y aunque ésta se quiera ligar de forma minimalista en el discurso de las derechas, a la incapacidad del nuevo gobierno, reiterados estudios demuestran que su génesis es un sistema oligárquico, autoritario y violento que con diferentes matices, conocemos los salvadoreños desde hace mucho tiempo. 
“La causa inevitable de la violencia es la conclusión de un tipo de paz precaria que corresponde solamente a la ausencia de conflicto armado, sin progreso de la justicia, o peor aún una paz fundada en la injusticia y en la violación de los derechos humanos”, dice en su resolución 18 C/11.1, 1975, las Naciones Unidas.
Cada vez nos convencemos más de que es inútil buscar una respuesta categórica en la moral al problema que plantea la violencia y que proscribirla por medio de declaraciones políticas es absurdo e hipócrita. Una reflexión seria sobre la violencia no puede separarse del contexto, las circunstancias y los fines. 
Las  “nuevas” reglas del juego en El Salvador, están pautadas por una clase dominante dedicada a enriquecerse y modernizarse, olvidándose de que el acceso a la educación, la salud, la vivienda digna y la vigencia de la justicia y la libertad, brindan satisfacción y estabilidad. Cuando esto es precario se produce un desequilibrio entre aspiraciones y previsiones, engendrándose frustración e insatisfacción social. 
Muchos expertos establecen la tipología de la desigualdad especialmente en la distribución del poder y la riqueza nacional, la cual se entiende como “violencia estructural” ya que está vinculada a la estructura social del país. Científicos y estudiosos señalan cómo ejemplo de violencia estructural un sistema dónde se excluye y explota a las mayorías, profundizando la desigualdad de todo tipo. Así, cuando la igualdad surge cómo valor político la realidad de desigualdad se percibe cómo una violencia intolerable.
Los fallos estructurales del actual sistema, expresado con crudeza en el aumento de la pobreza y del desempleo, la explotación laboral, la crisis de salud pública, la baja calidad de educación, los altos índices de violencia, el quiebre de la agricultura, la autocracia de los poderes fácticos y las derechas fascistas, la baja capacidad de las instituciones públicas y la corrupción enraizada como cultura y método de hacer política, se convierten en fértiles viveros de un conflicto social ascendente.
En este contexto, la igualdad de los ciudadanos ante la ley es tan bien una amable ficción cómo dice J. Müller. No es a individuos a quienes se juzga, sino a representantes de una clase o de una militancia política. Hasta la parafernalia ceremonial de la justicia, con la que se disfraza su ineficacia y las constantes amenazas autoritarias sobre el “endurecimiento” de las leyes, participan de una voluntad de intimidación, que aplastará con más seguridad al más débil que al poderoso.
De todas las plagas que suscita la violencia y algunas veces le sirve de fundamento, hay una más mortífera que toda reflexión sobre el tema debe poner en evidencia si no se quiere permanecer en un plano abstracto y engañoso. Es la violencia silenciosa producto de la estructura social que se traduce en hambre, humillación, enfermedad y desesperanza y se refleja en los datos de baja calidad de vida, mortalidad infantil, frecuencia de las epidemias, desnutrición en fin, en el acoso de todos los temores. La violencia manifiesta su ubicuidad en todos los planos a la vez, por causa de la injusticia y la desigualdad del sistema. “Es hipócrita la actitud de algunos intelectuales y políticos, de estar contra toda violencia venga de donde venga. No todas las violencias son iguales y es muy diferente, radicalmente diferente, la violencia de los pobres que la de los ricos. Tan sencillo como esto, sostiene Alfonso Sastre (1926), poeta español y luchador antifascista.
Si en todo caso, los salvadoreños somos “violentos” no se lo debemos a nuestros antepasados precolombinos, sino a un sistema dónde nuestros derechos y dignidad se han pisoteado por siglos. Somos producto de una oligarquía brutal, que ha hecho de nuestra sociedad una de las más injustas del mundo.
Considero, sostiene la antropóloga Mirian Jimeno (Universidad Nacional de Colombia), “(...) que la visión neoliberal minimalista y reduccionista de ciudadano, con su obsesión con la razón y la racionalidad (Comaroff 2004) ignora la experiencia de violencia como una experiencia emocional y cognitiva que trae consigo efectos sobre la forma en que apreciamos e interactuamos con otros y participamos en la acción en la sociedad. Propongo que la pieza central de las experiencias cognitivo-emocionales de violencia en la intimidad –y tal vez en lo público– es una arraigada desconfianza en la capacidad mediadora de la autoridad en los conflictos”. 
La autoridad es reconocida sólo por sus atributos coercitivos y no por los persuasivos. De esta manera, el abordaje neoliberal a la violencia producto de la estructura social marginadora, desprecia sus efectos sociales y contribuye al enclaustramiento social de las víctimas en su condición de lesionadas.
Es evidente que  grandes sectores marginados no son integrados al dinamismo y a los beneficios del desarrollo económico, en nombre de ciertas normas y tabúes que los tipifican como peligrosos o dañinos a las buenas costumbres. 
Las facciones de la derecha política y económica con una cuota importante de poder, reprueba el “comportamiento violento” de los sectores bajos de la sociedad, al mismo tiempo que para combatirlo aprueban la violencia institucional. Esta clase considera lógicamente que las injusticias y las desigualdades que abundan en el sistema, son fatalidades naturales, ineludibles e irreversibles ante las cuales el pueblo debe resignarse y aceptar ser castigado. Así, la anti económica solución represiva funciona como la ley del bombero loco, que intenta apagar el fuego con gasolina.
Indudablemente que el inicio de solución para estos problemas profundos y complejos, pasa por un debate nacional que en primer lugar recupere ciertos principios, valores, lógicas y procedimientos propios de una cultura democrática para resolver los conflictos sociales. Al mismo tiempo, es imperioso lograr una perspectiva de mediano y largo plazo, que permita pensar políticas más allá de la vorágine que nos impone la coyuntura.
Es necesario entonces, plantear en el escenario público la idea de que no hay seguridad sin Estado de Derecho y fundamentalmente sin derechos humanos. Que éstos no son un límite ni un obstáculo, sino la garantía de que las políticas de seguridad serán efectivas y no se convertirán en violencia desatada por el Estado. 
Es imperativo desarrollar la idea de que solo un sistema de justicia efectivo y verdaderamente democrático será un actor institucional de primera línea, para articular políticas de seguridad pública y proteger simultáneamente, los derechos fundamentales de las personas, implantando en la sociedad la idea de convivencia, solidaridad, equidad y justicia. 

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