Escrito por Jaime Ulises Marinero.12 DE JUNIO DE 2009.Publicado en La Pagina. |
Alrededor de 73 mil niños y niñas salavdoreños se dedican a trabajar para ayudar a sus familias. Han tenido que dejar la escuela y sacrificarse en una edad en la que eberían de estar jugando, estudiando y viviendo un mundo de fantasías.
Se llama Juan, tiene 14 años y apenas ha estudiado segundo grado. Nació en la zona rural de Olocuilta, departamento de La Paz y desde los dos años sus padres se lo trajeron a vivir a San Salvador, especìficamente a la comunidad El Coro.
Es el mayor de siete hermanos. Su madre se dedica a la venta ambulante de dulces en los alrededores de los parques Centenarios e Infantil y su padre es zapatero que trabaja cerca de la terminal de buses de oriente.
Cuando Juan cumplió ocho años ya tenía cuatro hermanos menores, pero aún así lo inscribieron para que estudiara primer grado en el centro escolar 5 de Noviembre, en el barrio Lourdes. No le gustaba estudiar y no aprendió a leer, pero logró pasar a segundo grado. En ese grado apenas aprendió a leer.
En febrero de 2005 cuando recién comenzaba a estudiar el tercer grado su padre fue baleado durante un asalto en la colonia La Rábida y pasó cuatro meses en el hospital recuperándose. Su madre ya no pudo mantenerlo en la escuela y lo sacó para que le ayudar a trabajar.
Desde marzo de 2005 Juan trabaja como vendedor. ambulante. Primero acompañaba a su madre, pero desde hace aproximadamente un año se independizó y ahora se dedica a vender dulces, llaveros, lapiceros y otros objetos pequeños en los buses y en los parques. Su parque preferido es el Cuscatlán, los domingos.
A diario gana un promedio de $3.00 libres, después de comprar su desayuno y almuerzo. Su madre obtiene una ganancia diaria similar a la suya y su padre gana $7.00 diarios. El día que uno de ellos no trabaja su aporte no sumo a la cuota diaria. Entre los tres obtienen una suma de $13.00 diarios. Al mes un promedio de $300, ya que descansan un día a la semana cada uno. Con ese dinero tienen que mantenerse los nueve miembros e la familia.
De los $300 pagan $25 por el alquiler de un cuarto en un viejo mesón y alrededor de $10 por los servicios básicos de luz y agua. Con $265 tienen que hacer malabares para sobrevivir.
De los hemanos de Juan, sus dos hermanas menores, de 11 y 10 años, estudian. Los demás aún no.
Rosa, la madre de Juan, lamenta que su hijo ya no pueda estudiar, pero dice que sin el ingreso que él aporta difícilmente podrían sobrevivir. "Hemos querido que siga estudiando en la nocturna, pero la verdad es que él viene rendido de trabajar, además en la noche es muy peligroso en la comunidad", dice.
Santos, el padre de Juan, solo estudió hasta sexto grado y luego tuvo que dedicarse a trabajar como agricultor en su natal cantón Santa Fé de Olocuilta. Un día se metió al cuartel y cuando causó baja aprendió el oficio de zapatero. Luego conoció a Rosa y se acompañó con ella. Ahora es padre de siete hijos, cuyas edades oscilan entre los dos y 13 años. Según Santos su "mayor ambición" es que sus hijos estudien, por lo menos hasta sexto grado, que es el mismo que él estudió.
"Quiero que Juan siga ayudando a la familia y que dentro de dos años estudie aunque sea en la nocturna para que saque por lo menos su sexto grado. Tambié me gustaría que aprendiera a manejar y que trabaje como taxista, yo tengo muchos taxistas amigos que le podrían dar trabajo", dice Santos, mientras se fuma un cigarrillo. Los $265 que se ocupan para los gastos de la familia deben alcanzar para la cajetilla de cigarros que Santos se fuma cada tres dias. $30 se hacen humo. Ya solo quedan $235 para la alimentación, el vestuario y las otras necesidades básicas de esta numerosa familia.
"Es un vicio tonto que aprendí en el cuartel, pero no me lo puedo evitar. Gasto dinero, pero no le pido a mi hijo ni a mi mujer, es de lo que yo gano que compro los cigarros", razona, al tiempo que afrima que también su mujer fuma, solo que ella un cigarro al día.
Para Santos su hijo no puede dejar de trabajar porque sin esos $90 que aporta al mes a la familia no podrían vivir. Su hija de 11 años estudia tercer grado, por lo que espera que dentro de cuatro años también comience a trabajar "aunque sea de ayudante en una pupusería". "Primero Dios mis otros hijos van a ir creciendo y nos van a ayudar a salir de esta pobreza", dice Santos, quien culpa a su mujer de tener una familia numerosa porque "ella nunca se quizo esterilizar por puro miedo".
Al respecto Rosa reconoce que se esterilizó solo cuando los médicos le dijeron que si volvía salir embarazada su vida corría peligro.
Juan escucha las justificaciones de sus padres, mientras prepara sus ventas. "Yo si quisiera estudiar para aprender más. Quisiera tener bastante dinero para poner un negocio de CD (venta de discos piratas) en el centro de San Salvador, como mi amigo Raúl, dice. Raúl es un joven que estudió bachillerato y ante la falta de empleo se dedicó al negocio en el centro de San Salvador. Hoy es una especie de ejemplo para muchos adolescentes que residen en la comunidad El Coro.
Juan prepara sus ventas, acomoda los los dulces, los llaveros, los lapiceros y los cigarros, con un orden envidiable. Cuando coloca los cigarros en la esquina superios izquierda se da cuenta que una de las ocho cajetillas está rota y le hacen falta tres cigarros. "Papá, ya me agarró algunos" le incrimina, mientras Santos le dice que se los va a pagar, pero hasta en la noche. "Mentiras, así dice siempre", susurra.
Con las ventas acomodadas sale para el barrio Lourdes, donde aborda un bus de la ruta 34, cuyo conductor le permite que suba atrás. Los buseros no le cobran el pasaje, porque de todos es amigo.
Se baja en el parque Libertad y desde ahí comienza su tarea de vender. En el mediodía generalmente se encuentra en la calle Rubén Darío, donde toma entre $0.50 y $0.75 para almorzar. U almuerzo que no pasa de tres tortillas, arroz y tomatada. Rara vez come pollo. La tarde, ya casi noche generalmente lo sorprende cerca de la terminal de buses de occidente o en la terminal de buses de oriente, en el otro extremo.
Retorna a su casa a eso de las 7:00 de la noche, se baña con agua de pila, generalmente cena frijoles o huevos y a eso de las 9:00 de la noche se acuesta en la misma cama que comparte con dos de sus hermanos menores. A las 7:00 de la mañana del siguiente día se repite su historia. El único día que descansa es el martes, pues no puede darse el lujo de descansar los sábados y domingos, que es cuando más gana. A veces le quedan hasta $5 libres.
Tiempo para estudiar no lo hay. Juan nunca ha ido a un cine y ya se le está olvidando la lectura. Hace dos años un psicólogo de una ONG llegó a la comunidad y le hizo una evaluación en la que sus resultados fueron pésimos. Lo clasificaron apto para una beca con gastos pagados para que dejara de trabajar y se dedicara a estudiar, pero ya pasaron dos años y jamás volvieron al lugar.
Así como Juan en el país hay alrededor de 73 mil niños que se dedican solo a trabajar sin estudiar. Generalmente en el campo, sin embargo Juan es un ejemplo de que en la ciudad también abundan estos casos.
Los datos de la Organización Internacional del Trabajo revelan que en el mundo unos 100 millones de niños y niñas no estudian porque tienen que dedicarse a trabajar, algunos de ellos en las Peores Formas de Trabajo Infantil (PFTI). Las cifras tienen rostros humanos. Juan es apenas un caso.
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