Creo que hace falta una megadosis de ingenuidad para pensar que Zelaya habría aceptado su destitución. Lejos de eso, habría disuelto el Congreso, habría decretado estado de sitio.
Escrito por Joaquín Samayoa. Miércoles, 01 julio 2009. Publicado por La Prensa Grafica.
Todos creíamos que los golpes de Estado habían quedado atrás para siempre en la historia política de América Latina. Todos habríamos deseado que, en efecto, así fuera. Confiábamos en que la realización de procesos electorales más o menos transparentes, el fin del militarismo y el sometimiento de los gobernantes a la institucionalidad democrática haría completamente innecesario que algún país tuviera que considerar, menos todavía ejecutar, la remoción forzosa de un presidente electo democráticamente. Pero la historia nunca avanza en línea recta; tiene valles y crestas, tiene rupturas y retrocesos.
La captura y expulsión del presidente Zelaya provocó una reacción casi unánime de censura, pero, en realidad, es todo lo que ha venido ocurriendo en Honduras en las últimas semanas lo que debe calificarse como un retroceso de la democracia. Los hechos políticos tienen causas y antecedentes que no deben ser ignorados. En Honduras, el retroceso de la democracia comenzó con el prepotente desprecio del orden constitucional e institucional que exhibió el presidente Zelaya en su intento de perpetuarse en el poder.
Los agentes del expansionismo chavista están indignados. Ya los conocemos. Apelan a los principios democráticos solo cuando les conviene. Pero ellos no son los únicos que han censurado el golpe. Hay quienes piensan que la separación de Zelaya estaba justificada, pero debió haberse llevado a cabo sin recurrir a la fuerza militar o bajo orden expresa de un organismo facultado por la Constitución para remover al presidente. Esto último es lo que yo habría preferido; sin embargo, antes de sumarme al coro de censura, tengo que hacerme la pregunta: ¿Había realmente otra forma de hacerlo?
Creo que hace falta una megadosis de ingenuidad para pensar que Zelaya habría aceptado su destitución. Lejos de eso, habría disuelto el Congreso, habría decretado estado de sitio, habría comprado lealtades en el Ejército, habría llamado en su defensa a las fuerzas militares de la gran patria bolivariana, habría hecho cualquier cosa para sostenerse.
Todo eso le habría merecido, si mucho, una tibia y pasajera condena internacional. Hay que entender que la OEA nunca ha servido para defender la democracia. En otros tiempos fue dominada por Estados Unidos y defendió a las dictaduras militares, luego tuvo un período de absoluta irrelevancia y pasó, en años recientes, a ser dominada por Chávez para defender a las dictaduras bolivarianas. Una vez que Zelaya hubiera afianzado su poder tras un fallido intento de destituirlo legalmente, ninguno de los que están censurando el golpe habría hecho nada por ayudar a los hondureños a sacudirse a su dictador.
Las instituciones hondureñas tenían únicamente tres opciones. La primera era quedarse de brazos cruzados y permitir que las cosas siguieran su curso hasta desembocar en una situación ya irreversible de instauración de un régimen chavista administrado a perpetuidad por Zelaya. La segunda era intentar deshacerse del presidente por las buenas, lo cual le habría concedido a Zelaya el tiempo suficiente para solicitar el respaldo militar venezolano, convirtiendo a Honduras en escenario de una sangrienta guerra. Optaron por la tercera, un golpe militar sorpresivo e incruento para evitar que Zelaya consumara sus planes de perpetuarse en el poder.
A diferencia de los golpes militares de la segunda mitad del siglo pasado, la remoción forzosa de Zelaya contó con el respaldo unánime del Congreso y dejó intacta la institucionalidad del país. Seguramente ni los protagonistas del golpe ni los que hemos observado desde fuera los acontecimientos habríamos deseado que se tuviera que llegar a una acción de ese tipo, pero la política real rara vez deja margen para acciones enteramente libres de reproche.
Cualquier golpe de Estado es lamentable. Sin embargo, son los hondureños los que tendrán que enfrentar las consecuencias de uno u otro de los posibles cursos de acción y, consiguientemente, debiera permitírseles resolver su problema sin interferencia extranjera. Hay razones válidas para objetar un golpe de estado. Lo que no es correcto es el doble estándar de quienes lo censuran por lo que implica de ruptura del orden constitucional, pero guardan cobarde silencio ante otras violaciones, tal vez más graves, de ese orden que dicen defender.
El nuevo gobierno hondureño tendrá que resistir fuertes presiones exigiendo la restitución del depuesto presidente. Si no le doblan el brazo, tendrá que subsistir unos meses, hasta las elecciones de noviembre, sin reconocimientos y soportando sanciones internacionales. Ese es el precio que los hondureños pagarían por su soberanía y por haberse atrevido a poner el primer dique de contención al expansionismo chavista en la región centroamericana.
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