Se habla constantemente de la violencia y de la delincuencia en el ambiente. Pero lo que necesitamos son hechos, no palabras.
Escrito por Editorial.17 de Febrero. Tomado de La Prensa Gráfica.
Se ha actualizado el dato de homicidios en nuestro país durante 2010, y la cifra supera los 4 mil. Es, desde luego, una cifra espeluznante, aunque desgraciadamente el fenómeno de la violencia homicida se ha venido instalando con tanta persistencia en el país que ya para muchos esto es casi natural, lo cual evidencia que los males cuando se perpetúan se van volviendo rutinas perversas que arraigan en la conciencia del ambiente. Las armas de fuego siguen siendo los instrumentos principales de las muertes violentas, y las causas ignoradas de las muertes están por encima, con mucho, entre los móviles del accionar criminal.
El panorama es francamente desalentador, y denota que la violencia homicida sigue tan campante, pese a los esfuerzos institucionales que se desarrollan para frenarla y eventualmente revertirla. La tasa de homicidios es alarmante al máximo, y pone a nuestro país arriba de países tan violentos como México y Colombia. Esto debe hacernos reflexionar a todos, de una manera profunda y consistente, sobre lo que ha pasado para que lleguemos donde estamos y, por supuesto, sobre lo que podría hacerse, en un plano de política y de estrategia de carácter nacional, para enderezar un rumbo que se nos empezó a torcer desde hace mucho tiempo.
De seguro el primer error de cálculo fue focalizar casi exclusivamente esta complejísima problemática como una cuestión de seguridad pública, en vez de partir de un hecho que está en la raíz del mal: su origen en condiciones estructurales, culturales y sociales de nuestra realidad. Para citar sólo un par de los puntos culpablemente desatendidos y descuidados: no haberle puesto interés, ni siquiera superficial, al hecho patente de que veníamos saliendo de un prolongado conflicto bélico interno, que desgarró estructuras de base en nuestra sociedad, y por consiguiente tenía que producir, como produjo, un enorme estrés postraumático en la población de todos los niveles; y tampoco haberle puesto atención a otro hecho que genera grandes trastornos en los tejidos familiares y sociales, como es la emigración masiva durante la guerra y en la posguerra.
Ahora estamos como estamos, y hay que enfrentar las cosas según se presentan en las condiciones actuales. Al mal de la violencia en todas sus expresiones, y muy en especial la violencia homicida, hay que aplicarle remedios represivos y antídotos preventivos. La Policía puede hacer su rol, y debe hacerlo a plenitud; pero habría que recordar que las funciones policial, fiscal y judicial intervienen cuando los delitos ya son acciones dadas. De lo que se trata, en primer término, es de hacer todo lo necesario para evitar que las voluntades criminales prosperen y se materialicen. Hay que privar a la criminalidad de sus caldos de cultivo, que por hoy son tan fértiles. Esto desde luego requerirá tiempo para empezar a ver resultados; pero si la función preventiva –que hasta hoy es más un juego de apariencias circunstanciales que un proyecto de fondo– no se hace valer y sentir desde ya, continuaremos viendo crecer el mal hasta límites inimaginables.
Se habla constantemente de la violencia y de la delincuencia en el ambiente. Pero lo que necesitamos son hechos, no palabras. Salir de los distintos círculos viciosos en los que esta aguda temática está atrapada, para pasar a un tratamiento integral. En un principio, habría que integrar diagnósticos, para de inmediato definir estrategias y consolidar políticas. El desafío va bastante más allá de los manejos estadísticos y de las medidas coyunturales.
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