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2010/10/04

LPG-El sistema necesita sincerarse

 En El Salvador, la historia ha sido tradicionalmente una colección de ocultaciones. Esto no se ha dado como efecto de una forma espontánea del ser nacional, sino por resultado directo de la manera en que se ha manifestado y ejercido el poder. Hasta la fecha no ha habido los suficientes análisis sobre este fenómeno, que es profundamente determinante de lo que venimos viviendo a lo largo del tiempo, y en especial en los decenios más recientes, en las etapas finales de la preguerra, durante la guerra y ahora en la posguerra. Esa trinidad de momentos está enlazada por la dinámica del poder; y conocer dicha dinámica, en sus intimidades y distorsiones, tiene que resultar por ello aleccionador e ilustrativo al máximo. Si algo requiere evolución cierta entre nosotros es el poder como fuerza motora de lo real. Y tal requerimiento es cada vez más apremiante.

Escrito por PorDavid Escobar Galindo.04 de Octubre. Tomado de La Prensa Gráfica.

Mencionamos tres de esos imperativos: la reforma electoral, la reforma del aparato estatal y la reforma de la conducta pública. En todos esos ámbitos se necesita, en primer término, la voluntad de sinceración, que no tiene que ser explícita pero que sí necesita ser funcional.

Toda la estructura política es el vehículo para el ejercicio del poder, y, por consiguiente, hay una relación de interdependencia entre la una y el otro. Si el ejercicio del poder está lastrado por actitudes o formas supervivientes del pasado, la estructura se transforma y evoluciona con muchas dificultades; y si la estructura no se moderniza al ritmo que se necesita, el ejercicio del poder tiende a seguir atrapado por los viejos esquemas. En el ambiente actual vemos signos de ambas cosas, y eso hace que haya un constante cruce de sensaciones perturbadoras, que afecta tanto a los actores políticos como a la ciudadanía, de distintas maneras y con diferentes consecuencias: la ciudadanía se confunde y se impacienta por los extravíos y deslices del poder, y el poder se inquieta cada vez más por las posibles decisiones de la ciudadanía.

Siendo tal el escenario en que se mueve la realidad política del momento, es la propia salud del sistema la que está en riesgo; y por lo mismo hay imperativos que ya no es posible soslayar sin exponerse a quebrantos mayores en lo inmediato y ya no se diga en lo futuro. Mencionamos tres de esos imperativos: la reforma electoral, la reforma del aparato estatal y la reforma de la conducta pública. En todos esos ámbitos se necesita, en primer término, la voluntad de sinceración, que no tiene que ser explícita pero que sí necesita ser funcional. Sinceración funcional: esa parece ser la fórmula de inicio para asegurar que pueda darse una verdadera transformación efectivamente modernizadora. Veamos, pues, cuáles podrían ser las líneas principales de proyección y de acción para garantizar el buen avance del proceso.

La reforma electoral viene siendo un juego de palabras, mientras los actores políticos hacen todo lo posible por no alterar las rutinas ya establecidas, que resguardan cuotas tradicionales de poder. El espacio donde esto se grafica más elocuentemente es la Asamblea Legislativa. Es indispensable modernizar el sistema, pero en forma ordenada y progresiva. En vez de saltar de inmediato hacia las llamadas “candidaturas independientes”, que pueden ser sólo un juego de efectos irrelevantes, se tendría que empezar a trabajar en serio en el tema de los distritos electorales. Y la máxima sinceración en este campo es la que tiene que ver con el rol de los partidos políticos, que deben dejar de actuar como dueños del sistema para pasar a ser lo que la democracia les demanda: gestores de la voluntad popular, en serio y no en apariencia.

La reforma del aparato estatal es una tarea inexcusable e inaplazable. Hace algunos años se hablaba de reforma del Estado; luego se dejó de hablar de eso, como si fuera tema opcional y marginal. En realidad, es una exigencia creciente del proceso democrático. El Estado debe conservar sus formas básicas, según la Constitución de la República; pero el aparato estatal sí requiere una restructuración en amplitud y a fondo. ¿Y cuál debería ser el propósito principal de ello? Lo que podríamos llamar la nacionalización del Estado; es decir, que el aparato estatal responda a los intereses de la nación y no a los apetitos particulares y grupales de ninguna índole, como sigue siendo lo común. Esta reforma democráticamente sinceradora exige, desde luego, un acuerdo nacional de base. Es decir, implica una reforma de la conciencia gerencial del Estado.

Y la reforma de la conducta pública está en la base de todo lo anterior y de cualquier otra expresión modernizadora de la realidad nacional. Dicha reforma es, más bien, un enderezamiento del desempeño personal e institucional dentro del amplio campo de la Administración nacional. Dicha reforma debe partir del reconocimiento pleno y funcional de la noción de servicio en abierto contraste con la práctica crónica de la noción de aprovechamiento. Esto tendrá hasta una expresión gestual. ¿Se han dado cuenta de cómo cambian los talantes y los gestos de los que llegan a ocupar cargos públicos? Eso no es inocente: constituye una muestra de la capacidad distorsionadora del poder, cualquiera que éste sea. Si se logra reformar de veras la conducta pública, todas las otras sinceraciones serán más practicables.

El sistema necesita sincerarse

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