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2010/05/08

LPG-Perdón y olvido…–¿Alguien se anima?

En realidad, más que de juicios se trata de actitudes. Para sanidad general del ambiente, lo ideal sería que todos los victimarios individualizados les pidieran perdón a sus víctimas, y que éstas concedieran el perdón.

Escrito por David Escobar Galindo.08 de Mayo. Tomado de La Prensa Gráfica.

 

Soy consciente de que estas nuevas atribuciones suponen una gran responsabilidad a nuestras fuerzas armadas.”

El Salvador tiene un don único ya que es uno de los recipientes que alberga a la tortuga Carey del Pacífico este.”

Esas dos palabras —perdón y olvido—están entre las más problemáticas para el ser humano, desde que el mundo es mundo. Y la experiencia enseña que perdonar es posible, casi siempre de manera imperfecta; y que olvidar también es posible, casi siempre a medias. Esos “casi siempre” indican que la mente tiene razones que la voluntad no alcanza a controlar. Además, la naturaleza del perdón y la naturaleza del olvido son muy diferentes, y por tanto no es posible meter el perdón y el olvido en un mismo saco. El perdón constituye un acto enteramente consciente, pues parte de una decisión que exige la máxima precisión intelectual y emocional; el olvido es una especie de desalojo de conciencia, que responde a movimientos psíquicos externos al propio fenómeno de olvidar o, más bien, de ir olvidando, porque aunque los dos son procesos, el de olvidar es siempre mucho más dependiente del paso del tiempo.

El prolongado conflicto bélico interno duró en nuestro país más de 20 años desde que allá a comienzos de los años 70 del pasado siglo se empezó a configurar el “sujeto insurgente”, con la formación de las FPL, desprendimiento del Partido Comunista Salvadoreño. A comienzos de 1971, con el secuestro y asesinato de Ernesto Regalado Dueñas por parte del “Grupo”, que daría origen al ERP, se da la primera señal inequívoca en el terreno. Y en 1980 se desató la guerra. Muchas cosas terribles pasaron durante aquellos más de dos decenios. Crímenes de todo tipo fueron llenando la crónica de la realidad. Hasta que llegó el momento en que la guerra dio de sí, porque no pudo más como tal, y se produjo el desenlace menos esperado por los guerreros armados y políticos de ambas partes: un acuerdo negociado, que no repartía laureles ensangrentados sino que distribuía tareas civilizadas. Porque hay que decirlo sin tapujos: la paz salvadoreña fue un acto de insospechada civilización, luego de una prolongada historia de barbarie.

La lógica profunda del Acuerdo de Paz se afincaba en la posibilidad real de pasar a una etapa verdaderamente nueva en el plano político: la etapa en la que el sistema político pudiera funcionar por su cuenta, con base en el equilibrio democrático. Y esa etapa tenía que comenzar de inmediato, no cuarenta años después, como pasó en España, por ejemplo. Nuestra ventaja extraordinaria fue que no hubo vencedor militar, ¡a Dios gracias! Pasar de inmediato a dicha etapa requirió hacer un sacrificio adicional: permitir que todos los actores de la guerra volvieran a la normalidad sin ajuste de cuentas. De ahí la razón práctica de las leyes de amnistía. Y la ciudadanía salvadoreña, poseedora y posesionada de una sabiduría histórica aprendida y templada en la escuela de una sucesiva experiencia traumática y heroica, asumió con extraordinaria responsabilidad el desafío. Y la mejor prueba de ello es que no hubo ningún movimiento de venganza o de represalia por los incontables crímenes y desmanes de la preguerra y de la guerra. ¿Perdón y olvido? Mucho más que eso: responsabilidad suprema ante un reto colectivo vital.

Desde luego, en el ámbito personal de cada quien, la tarea acarrea sin duda otras complicaciones. Las víctimas sobrevivientes deben hacer su propio trabajo, que es bastante más que una formalidad de aceptación de perdones pedidos. Pero hay dos cosas que tendrían que quedar muy claras. En primer término, víctimas no son sólo las que perecieron en terribles masacres y los deudos de esas víctimas; víctimas somos todos los que, de muy diversas maneras, sufrimos atentados y padecimos persecuciones de distintos tipos. Y otra cosa fundamental: para perdonar no es necesario que el victimario pida perdón, porque el perdón es un acto estrictamente personal de la víctima. El perdón libera, tanto al que lo pide como al que lo otorga; pero son liberaciones independientes. Y los que no perdonan así como los que no se arrepienten están condenados a vivir en sus propias cárceles anímicas.

En la raíz de todo esto se halla una verdad muy simple y muy clara, que repetimos con frecuencia pero que nunca nos disponemos a cumplir: aquella frase del Padre Nuestro que dice “perdona nuestras ofensas como nosotros perdonamos a los que nos ofenden”. Y lo dice sin poner condición previa de ninguna índole. En otro momento, al traer a recuerdo precisamente el Padre Nuestro, que es la oración principal de los seguidores de Cristo, me atrevía a expresar que a Dios se lo pedimos todo y lo único que le ofrecemos —ese “…como nosotros perdonamos a los que nos ofenden”—casi nunca estamos dispuestos ni siquiera a intentarlo.

Otra cosa es la justicia legal, como defensa legítima de la sociedad contra las conductas delictuosas de toda índole. La amnistía, que también es una fórmula legal, fue, en nuestro caso, una decisión política para hacer posible la normalización política inmediata después de finalizado políticamente el conflicto bélico interno. Y habría que hacerse una pregunta básica a estas alturas: ¿Derogar la amnistía, y por ende abrirle el paso a la justicia legal por los crímenes cometidos en la guerra y antes de ella en función de ella, contribuiría a la pacificación del ambiente o sería al revés? El primer riesgo es la parcialidad. ¿Se trataría de llevar ante la justicia a todos los que delinquieron o sólo a los de un bando? La misma lógica de la solución del conflicto indicaría que, de abrirse la puerta, sería para que todos pasaran por ella. Y aquí no tendrían que valer distingos puramente jurídicos.

En realidad, más que de juicios se trata de actitudes. Para sanidad general del ambiente, lo ideal sería que todos los victimarios individualizados les pidieran perdón a sus víctimas, y que éstas concedieran el perdón. Y, además, que se investigara seriamente la verdad de todos los hechos, no sólo de los ya caracterizados y publicitados, para saber qué pasó, cómo pasó y quiénes lo hicieron; y de ahí sacar lecciones. Las peticiones impersonales y genéricas de perdón valen poco.

Perdón y olvido…–¿Alguien se anima?

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