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2010/05/14

Co Latino-El rol de la fuerza armada | 14 de Mayo de 2010 | DiarioCoLatino.com - Más de un Siglo de Credibilidad

Escrito por Beatrice Alamanni de Carrillo.14 de Mayo. Tomado de Diario Co Latino.

Desde los tiempos más remotos, los ejércitos han constituido el asidero sobre el cual se ha construido el poderío del Estado.
Cabe recordar que, en Roma, donde se “inventó” el Derecho y el concepto de Estado, en cuanto “Res Publica”, es decir, “cosa de todos,” el ejército estaba constituido por los mismos ciudadanos, que, por su propia condición de partícipes de la política pública, eran, consecuentemente, responsables de la seguridad EXTERNA del Estado mismo.
Vale recordar al respecto, que en Roma estaba terminantemente prohibido a los ciudadanos, transitar armados por las calles, al punto, que la principal asamblea popular romana , la Comitia Centuriata, debía convocarse  afuera de la ciudad, por tratarse de una reunión de hombres armados.
Ese cuidado de no confundir el rol político y civil de los ciudadanos, con el militar, es tradicional en la historia de los pueblos, tanto es así, que, cabalmente cuando peligra la democracia y el estado de derecho en una nación, surge el fantasma del militarismo, entendido como “remedio” y salvación de la Patria.
Cabe decir, que, seguramente, cuando la debilidad de la autoridad del Estado se manifiesta, sin dudas posibles, se viene perfilando, al mismo tiempo, un inmediato recurso a lo “militar,” en un primer momento, en forma solapada; pero, después, decididamente, el perfil adquiere matices que, tal vez, no se hubiesen querido de parte de la ciudadanía. 
Es interesante notar que, siempre con referencia a la civilización romana, se llamaba: Miles, es decir: militar,  al ciudadano, que cumplía su deber con la patria, combatiendo por ella, en casos de necesitarse y se llamaba, en vez, “Soldatus”, a quien se daba “por un sueldo,” es decir, era pagado por combatir. Los “soldati,” por cierto, empezaron a existir en Roma, en los momentos más sombríos y antidemocráticos, durante la terrible guerra civil, al interior de la crisis republicana, que llevó a la decadencia de las libertades ciudadanas, a la represión y a la gestación del Imperio.
Cabe decir, que las Constituciones modernas, incluyendo la Salvadoreña, establecen el servicio militar para los ciudadanos, entendiéndose como un honor, dicho servicio a la Patria, y no, como un “trabajo”.
Sabemos, que, por larga tradición, eminentemente latinoamericana, ese mandato de nuestra Constitución no se cumple, sino más bien, se recurre a la “profesionalidad” de quienes escogen la carrera militar, como cualquier otra, en el ámbito de los servicios públicos y administrativos.
Seguramente, la juventud salvadoreña se sienta cómoda con ese ”olvido” del Estado, de exigirle el servicio militar, pero, desafortunadamente, esta circunstancia ha contribuido, con otras, a lo largo de la historia patria, a que el ejército se volviera un cuerpo con perfil y significado propio, que, en determinadas circunstancias, ha llegado a constituir un instrumento de poder al servicio de causas no siempre nobles, con algunas excepciones, importantes, por cierto, como “golpes”, valientes y auténticamente revolucionarios y populares.
Desafortunadamente, hemos sufrido, hace pocas décadas, una terrible guerra civil, que ha visto enfrentarse militarmente, hermanos, bajo ideales y fines, muy diferentes, entre si.
Esa matanza entre hermanos, tan dolorosa y valientemente denunciada por Monseñor Romero,  expresó el drama nacional, en cuanto, “el enemigo,” era fratricida, por razones a veces, no propias de quienes mataban, sino de otros.  Al terminar la guerra, hay que reconocer, que la institución pública, que  cumplió con más disciplina,  los Acuerdos de Paz de 1992, fue, sin duda, la Fuerza Armada.
En efecto, el ejército se acuarteló y, por lo menos públicamente, se abstuvo de involucrarse en política, manteniendo su rol constitucional, de total sumisión al poder civil del Estado.
Cabe decir, sin embargo, que en el inconsciente colectivo, el rol de la Fuerza Armada provoca todavía, sentimientos encontrados, que van, desde el repudio de sus acciones pasadas y no olvidadas, hasta a una admiración “nostálgica,” poco acorde a los tiempos y, en buena parte, peligrosa.
Sin duda, quien debería orientar de manera equilibrada, sabia y correcta, la visión y la valoración moderna y democrática del rol de la Fuerza Armada, sería, necesaria y exclusivamente, el Estado.
Sin embargo, para dicha tarea, se necesitaría de un Estado “fuerte,” democráticamente estable,  que no le tema a los desafíos sociales y que, sobre todo, goce de una aceptable seguridad interna y de un nivel, también aceptable, de confianza en el sistema de Justicia.
Desafortunadamente, El Salvador, desde demasiados años después de la guerra, no cuenta con estas características y esta bonanza, sino más bien, parece deslizarse, cada día más, hacia una condición de ingobernabilidad insanable y peligrosa.
Es entonces, en estos oscuros tiempos, que parece resurgir, una vez más, la figura del soldado, como “la solución” para el País.
Es muy grave y, tal vez, linda con la inconstitucionalidad, ese proceder político, que, además de ser arriesgado, objetivamente, es negativo para la Fuerza Armada, la cual ha llegado a adecuarse, a través de un delicado proceso, a su verdadero papel.
Con el “uso” poco prudente del ejército, se corre el riesgo, de deteriorar su imagen y su prestigio, tal como ha sucedido, para otras instituciones públicas, que no gozan ya, de credibilidad, ante los ojos de la ciudadanía.
En efecto, es peligroso, a nivel de democracia, trastocar el rol de la Fuerza Armada, llegando, inclusive,  a reformar leyes, con tal de poder “incluir” en ellas,  las “nuevas” tareas del ejército, en el campo de la seguridad pública, tareas, que, lastimosamente, recuerdan demasiado a las “antiguas,” lo cual envía un trágico mensaje, para muchos.
Un Estado, por más débil que se haya vuelto, no debería, por lo menos, demostrarlo “oficialmente,” dándose por vencido, ante las embestidas de la delincuencia y de inseguridades ciudadanas,  porque, de esa manera, crea todavía más desaliento e inseguridad en la población.
Por otro lado, deberíamos, en nuestro País, evitar que  la Fuerza Armada pudiera  caer en dos situaciones opuestas, ambas, negativas, es decir, o volver a la antigua tentación de considerarse la “salvación de la Patria,” o  perder  la nueva imagen, que tanto le ha costado forjarse, desde los Acuerdos de Paz.
En realidad, se ha derramado demasiada sangre en El Salvador, para el logro del modelo político democrático actual, para que, en dicho modelo, ahora, pueda caber el papel de “guardián de la seguridad pública” para el Ejército.
Finalmente, vale decir, que el manejo de la seguridad no se improvisa, que los militares no han sido entrenados, ni para patrullar calles, ni para penetrar en las cárceles, ni  para custodiarlas internamente. Su rol es decididamente, otro, tal como lo prescribe la Constitución.
Sería oportuno, que, sea el Gobierno, como los Diputados, valorasen la gravedad de las medidas que están tomando con relación al ejército, de manera inconsulta y peligrosa, lo cual podría provocar o muchas víctimas de las que ya se cuentan cada día, o un total fracaso de las medidas mismas, por ineficaces e inadecuadas.
Posiblemente, existen más probabilidades de cometer un grave error, no sólo en mantener los soldados en las calles y en militarizar las cárceles, que en obtener beneficios reales de seguridad ciudadana y de combate a la delincuencia.
En efecto, la escasa utilidad del patrullaje de las calles de parte del ejército hasta este momento, debería haber enseñado, que, más allá de la propaganda oficial, los resultados  han sido decepcionantes, pero muy costosos en términos económicos.
Seguramente, con lo que se gastó para dichos patrullajes, se hubiese podido fortalecer el presupuesto de la PNC, que tanto lo necesita, para intentar cumplir con más eficacia, sus obligaciones constitucionales.                          
El combate contra de la delincuencia pasa, entonces, por otras vías y otras medidas, que parecen, extrañamente, no ser tomadas en cuenta y no interesar a nadie.
Preocupa al respecto, la “inmovilidad” de las políticas de estado, que, aparentemente, no se retroalimentan, con determinación y claridad, por la Carta Magna y las lecciones de la Historia.

Opiniones

14/08:44 | El rol de la fuerza armada Beatrice Alamanni de Carrillo

14/08:40 | En la sociedad del sufrimiento Ramón D. Rivas

14/08:40 | Sencillez y humanismo C. Marchelly Funes

Editorial

La renuncia del Ministro Sevilla
Pretender que la renuncia de algún funcionario de gobierno no puede causar temores o ansias en algunos sectores, es no tener claro el pulso político de las sociedades.

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