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2010/04/12

Contra Punto-Crisis del derecho penal burgués

Escrito por Oscar A. Fernández O. 12 de Abril. Tomado de Contra Punto.

En El Salvador, la reforma penal ha traído más confusión que efectividad

SAN SALVADOR

- “Esa relación estable y normal llamada autoridad no descansa nunca en la fuerza...” sentencia José Ortega y Gasset. Para el filósofo en cuestión, el ejercicio de la autoridad autentica está comprometido en el mismo acto, con la justicia y la libertad, son inseparables.

En El Salvador, la reforma penal ha traído más confusión que efectividad, puesto que el liderazgo político no termina de digerir que en una democracia moderna la institución policial cambia el viejo concepto clasista burgués por el de servicio público, obligándola a proteger los derechos de los ciudadanos y a descubrir la mayor cantidad de delitos, para que el sistema penal cumpla con mantener la criminalidad dentro de límites socialmente tolerables.

La aparente contradicción prevención - represión, no es el fracaso del sistema penal que confía más en la represión, sino en las groseras contradicciones y desigualdades que presenta nuestro proceso social, exacerbadas por una estrategia neoliberal extremista que descarta el bienestar social, aumenta la exclusión y potencia la concentración de la riqueza. La policía no es un hecho metafísico, sino que político; no es una institución simplemente del Estado, sino siempre de un determinado Estado.

La problemática de la criminalidad es un asunto complejo, que debe ser abordado de manera sistemática y multifactorial, hemos insistido en ello. Aun así, es una utopía pretender erradicar la delincuencia, porque es consustancial al conglomerado social. Sin embargo, es factible aspirar a una reducción de sus cifras. El cumplimiento de este objetivo está condicionado a la sensatez de las soluciones propuestas desde la política criminal estatal. Si se opta por soluciones inadecuadas, el problema, lejos de disminuir, sin duda aumentará pasando de formas simples a formas mucho más complejas, pues sus efectos se acumulan y se convierten en causas.

El triángulo policía – justicia penal – cárcel se ha demostrado impotente. Tenemos la Policía con el mayor presupuesto de Centro América y la delincuencia continua sin presentar una reducción alentadora. A la Fiscalía se le ha otorgado el monopolio en la investigación criminal y sin embargo su fracaso es manifiesto. El problema de los reclusorios y centros de detención es ya impresentable.

Para ser efectivos contra el delito no necesitamos transformar a la Policía en un supra-poder justiciero o en un súper ejército armado hasta los dientes, ni convertir el país en un gigantesco campo de detención, dónde todos seremos culpables hasta que no probemos lo contrario. Lo que la Policía debe hacer es depurarse, especializarse, prepararse y reorganizarse en función de una mayor exigencia para enfrentar adecuadamente nuevas y mucho más complejas modalidades del crimen callejero y del gran crimen organizado, que ha sido “ignorado” por mucho tiempo.

El debate no ha perdido actualidad. Todo lo contrario. Todos los días seguimos encontrándonos con sectores del poder político que pretenden echar mano al derecho penal para “solucionar” conflictos. Por otro lado, seguimos encontrando justificaciones doctrinarias de esas prácticas.

Asimismo, en la posición contraria seguimos escuchando, cada vez con mayor ahínco teórico, afirmaciones provenientes de grandes exponentes de la sociología y la criminología que pugnan por deslegitimar la expansión normativa llevando las cosas a estadios exorbitantes. De ahí la insistencia por nuestra parte de seguir investigando, acerca de los verdaderos límites del poder punitivo del Estado. Límites estos, que se intentarán buscar en los dos sentidos posibles, es decir, buscando el mínimo de conductas que deben estar previstas por las leyes penales como así también los límites sobre lo máximo que pueda penarse de acuerdo a las exigencias de justicia. En otros términos, intentaremos buscar los límites de un derecho penal justo, que sancione aquello que por lógica debe ser sancionado, pero deslegitimando aquella intervención estatal que, so pretexto de “necesidades político-criminales”, configure un arbitrario ejercicio del ius puniendi.

Es lamentable que pretendidas políticas civilizatorias y digamos modernas en materia de seguridad pública, sean víctimas de un cuestionamiento superfluo e ideologista y terminen siendo orientadas a la utilización del derecho represivo frente a la ocurrencia de los múltiples conflictos sociales. El Estado y sobretodo los legisladores no deben continuar concibiendo la función policial como exclusivamente represora del crimen y a la policía como una agencia estatal destinada sólo a la ejecución de la norma penal.

En otro plano, una afligida sociedad se pregunta cómo después de firmada la paz, veinte años de gobiernos ultraderechistas han propiciado un tremendo fracaso frente al avance del crimen y de la impunidad, permitiéndoles incrustarse en nuestro imaginario social con la categoría de cultura.

La respuesta está en una visión simplista de las causas del delito y en la falta de capacidad para reconducir a la policía, la cual evidencia ya un deterioro grave y acelerado. Es posible que hace quince años hayamos pensado, consciente o inconscientemente, en una policía para controlar delitos manifiestos contra los bienes y el mantenimiento del orden público, pero ahora, frente a nuevas formas de criminalidad, debe adoptarse otro modelo psicológico de selección policial y sin duda, de profesionalización y organización.

Si la nueva realidad nos demanda construir un Estado democrático dónde el Derecho no sólo sea norma sino un límite del poder y la característica sea eficacia y sabiduría para gobernar respetando las libertades, no nos escudemos culpando al Derecho de nuestra incapacidad de entender la democracia, por que en el principio de este mito se encuentra la mentira que legitima a los tiranos.

La maquinaria punitiva del Estado se ha visto incrementada cuantitativa y cualitativamente desde hace ya tiempo. Esta incrementación se produce, obviamente, en el plano de lo que la doctrina más popular denomina “criminalización primaria”. Pero en el plano de la criminalización secundaria la situación es la inversa. Nos encontramos con la imposibilidad física de canalizar todo aquello que se “criminaliza” primariamente. Las razones por las cuales estas agencias de criminalización secundaria se ven imposibilitadas de acarrear con aquél aumento desmedido de la incriminación legislativa, pueden obedecer, según creo, a dos factores.

Por un lado, existe una “intrínseca ineptitud operacional” para concretizar la amenaza de pena concebida teóricamente de modo abstracto. Es decir, las agencias secundarias no tienen el “poder” para detectar ciertos delitos entre los que se encuentran los más relevantes en el contexto actual latinoamericano. Vale poner como ejemplo, la enorme cantidad de delitos económicos y de corrupción, cuya investigación prácticamente se obvia o se encarga a ciertas instituciones secundarias que por la propia génesis del sistema político se ven imposibilitadas para detectarlos. Por otro lado, nos encontramos frente a una criminalización primaria tan ilusa, simplista y demagógica, que echa mano al Código Penal para solucionar problemas que deben ser resueltos en otro plano.

Crisis del derecho penal burgués

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